El otro día leia en twitter (si, yo sigo ahí, no me he vuelto un blandito y me he ido a donde me digan los posmoprogres de turno que tengo que ir) a un joven gay, de esos que enseñan mucho torso currado como reclamo de lo que son o quieren ser, insultar a los creyentes en general pero más especificamente a los cristianos gays. Todo un dechado de tolerancia.
Ojalá se cayera del caballo o del banco de peso del gimnasio donde debe pasar su horas y descubriera que la fé no hace daño, sino que sana. En un mundo cada vez más acelerado y desconectado, los valores cristianos pueden ser una brújula que nos ayuda – y lo ha hecho con muchos entre los que me incluyo– a encontrar el rumbo. Principios como el amor al prójimo, la solidaridad, la humildad y el perdón no solo tienen un impacto positivo en nuestras relaciones personales, sino que también son fundamentales para construir una sociedad más justa y compasiva. Es cierto que no son exclusivos del mensaje de Cristo, pero si cada vez son formas de entender la vida más exóticas.
Practicar estos valores no significa ser perfecto, sino esforzarnos por actuar con empatía y bondad en el día a día. Errando a menudo, pero con vocación de recalcular ruta siempre. Ojalá ese chico alegre, pudiera imaginar – en incluso entender– cuánto mejor sería nuestra comunidad – sí, creemos en la comunidad, en el bien común frente al individualismo atroz que nos asola– si todos viviéramos con un poco más de generosidad y respeto.
El mensaje de Cristo nos recuerda que cada persona tiene un valor inmenso y que nuestras acciones, por pequeñas que sean, pueden marcar la diferencia. Más que nunca, necesitamos estos principios para enfrentar los desafíos del presente y construir un futuro lleno de esperanza. Todos, aunque unos veo que más de otros.