IDEAS

José Luis López Vázquez… 

y la extraña situación de los liberales españoles.

Esteban Hernández El Confidencial

La historia del liberalismo español de los últimos años está ligada a las tendencias internacionales, pero cuenta con algunas peculiaridades. Entre ellas, la de una actitud muy paradójica.

La evolución de la doctrina liberal es las últimas décadas es un asunto apasionante que merece, por su amplitud e importancia, un análisis muy extenso. No es posible realizarlo en este marco, pero sí apuntar un par de aspectos relevantes para el momento actual, y más en lo que se refiere al liberalismo español.

Los liberales nacionales de tiempos recientes tienen un origen peculiar, que entronca plenamente con las tendencias occidentales, pero que cuenta con particularidades locales. Son hijos de una alianza contra natura entre la derecha liberal y la conservadora que se produjo en los años 90 y que quedó sellada en el primer mandato de Aznar. La conversión de los católicos en neoliberales fue muy significativa, al igual que esa evolución que llevó a las fuerzas filofranquistas a convertirse en demócratas y después en liberales, o ese cambio sustancial de modelo que llevó a desechar valores conservadores para abrazar los del liberalismo cuando ambos habían estado enfrentados desde el siglo XIX.

Este giro fue significativo por todo lo que implicaba: el nuevo liberalismo suponía cambio, transformación, derribar viejas estructuras, adaptación a nuevos contextos, fluidez; los conservadores abogaban por preservar lo existente y por incorporar las novedades solo cuando se hubiera demostrado el beneficio social que producían. Los conservadores renunciaron a sus creencias y abrazaron la nueva época.

En la izquierda ocurrió algo semejante. Esa nueva ideología que describió Fukuyama fue extendiéndose por la socialdemocracia, que entendió que había que reconvertirse para operar en el nuevo escenario. Fue el tiempo de «el mejor heredero de Thatcher es Tony Blair«. La socialdemocracia clásica, la que imperó como modelo sistémico desde 1945 en Europa, estaba muy alejada de los parámetros neoliberales que la sustituyeron a partir de 1980. Sin embargo, la izquierda aceptó su derrota y abrazó el socioliberalismo de la transparencia, la gestión experta, las sociedades culturalmente abiertas y de la idea de que «el mercado lo puede hacer mejor».

La libertad y el Estado

 

Ambas derivas tenían un punto de partida común. El liberalismo veía el poder desde la permanente sospecha, y más aún cuanto mayor era su tamaño. La ideología de la libertad negativa trataba de evitar la interferencia del poder en las vidas privadas, así como en el funcionamiento del mercado, que no era otra cosa que un cúmulo de decisiones libres y personales. Desde esa perspectiva, el actor más peligroso era el Estado, dada su capacidad de intervenir en ambos ámbitos. Se creó así una ideología que tenía al Estado en el centro, pero para evitar su capacidad de control: el poder siempre tiende al exceso. Se venía de una época en la que el peso del Estado nación era muy relevante, en la que había mucho gasto e inversión pública y en la que regulación nacional jugaba un papel significativo. Los liberales querían menos Estado, menos gasto público, menos regulación y menos impuestos.

La idea de la libertad, por tanto, se convirtió en dominante. Era preciso que los mercados operasen solo con la intervención indispensable, y que las vidas privadas quedasen al margen de las decisiones que los dirigentes políticos tomaban. La libertad fue una bandera que se recogió tanto en la izquierda como en la derecha, aunque cada una de ellas la otorgase un contenido distinto. El liberalismo de los años recientes fue hijo, en consecuencia, de la derrota del conservadurismo y de la socialdemocracia de posguerra.

Bajo ese nuevo paraguas ideológico ocurrieron muchas cosas. La globalización estaba en marcha, las grandes empresas estatales pasaron a ser privadas y muchas de ellas iniciaron un proceso de expansión exterior, la tendencia a las fusiones y adquisiciones provocaron que el tamaño de firmas aumentase, el ámbito financiero comenzó a jugar un papel esencial, los bancos centrales cambiaron su orientación y llegaron las externalizaciones y las deslocalizaciones. Y más tarde, surgieron los gigantes tecnológicos. Mientras, los Estados adoptaban un papel más reducido, con una capacidad de control menor dado que el mundo era global y cuya función más valorada era la de proporcionar seguridad jurídica.

Para los liberales, estos cambios eran una sana expresión de la potencia de los mercados para generar sociedades abiertas. Valoraban el enorme potencial que esa visión tenía a la hora de convertir en democracias incluso países que carecían de esa tradición, pero también las ventajas innovadoras que proporcionaba el dejar trabajar a los emprendedores fuera de los viejos marcos burocráticos.

La bipolaridad con el poder

 

Todo ese mundo está desvaneciéndose ahora, y las esperanzas que albergaba han dejado paso a una realidad más oscura, pero la arquitectura que creó permanece en pie. Como ocurre con las consecuencias que generó en el terreno del poder. En ese deslizamiento hacia la concentración permanente, las grandes empresas, ya sean del ámbito productivo o del financiero, han cobrado un peso significativo y tienen una influencia sustancial en nuestra vida cotidiana. Sería lógico que el liberalismo, siempre atento a las interferencias en la vida privada y en el mercado, hubiera sido la fuerza primera que se opusiera a esta estructura.

Resultaría natural en términos económicos: los monopolios y los oligopolios perturban profundamente el buen funcionamiento del mercado, hasta el extremo de que pueden acabar con la competencia. Sería comprensible también que mostrasen su oposición a las prácticas que afectan a la vida privada. El profundo rechazo de regímenes políticos, como el chino, que pueden rastrear a través de medios telemáticos lo que cada uno de sus ciudadanos hace, debería tener su correlato en el combate contra las empresas privadas occidentales que utilizan métodos similares: recogen gran cantidad de datos que les permiten reconstruir con gran nivel de detalle lo que los ciudadanos han hecho, dónde han estado, qué compras han realizado, cuáles son sus afiliaciones políticas y cuáles sus principales preocupaciones.

Usualmente, estas prácticas se justifican señalando que solo sirven para ofrecer una publicidad más aquilatada, pero eso no es más que una historia reconfortante. Una vez que alguien tiene esos datos, los puede utilizar de la manera que estime conveniente, ya que los posee. O también puede venderlos a terceras partes que le darán un uso interesado, como ocurrió con el perfilado político en campañas electorales. El liberalismo tendría que encabezar la oposición a esta clase de poder, sea público o privado, pero no lo hace con el segundo.

Por seguir con las paradojas, todos aquellos argumentos que emplearon contra el poder estatal, ligados a su ineficiencia, a la burocracia excesiva, a la falta de agilidad y a la ausencia de innovación a la que conducía una pesada maquinaria estatal no hacen acto de aparición cuando el poder privado muestra los mismos (o peores) defectos. El fallo de Microsoft es un buen ejemplo. Los perjuicios causados por la caída de sus sistemas, que han afectado, entre otros, a aerolíneas, bancos, pagos, portales internos de compañías, sistemas de transporte y servicios de emergencias, debería forzar al replanteamiento sobre el papel de los grandes actores. En principio, no parece buena idea que tantos ámbitos estén tan concentrados, ya que el error de un operador termina generando disfunciones masivas y muy serias.

En segundo lugar, la explicación que se ha ofrecido no deja de tener un punto insultante. Si se han equivocado o no a la hora de contratar un proveedor, CrowdStrike, es un problema de Microsoft, no de los usuarios. Si no saben hacer ellos mismos las tareas necesarias para mantener seguro su sistema, o no saben elegir bien a la empresa en la que delegan, será porque algo no funciona bien en Microsoft. Fallos como estos, o escándalos como los de Boeing, demuestran la ineficiencia a la que el tamaño conduce, en general porque se prioriza la generación de ingresos en lugar de la realización de un buen servicio. La concentración suele ahogar tanto la innovación como la eficacia en la realización de las tareas.

Podríamos seguir. El aumento de la burocracia en las grandes firmas, tanto hacia afuera como hacia dentro, es muy notable. El empleado dedica mucho más tiempo del debido a demostrar que ha realizado correctamente las funciones encargadas, lo que le resta tiempo para realizar correctamente esas funciones. En cuanto al usuario, a menudo tiene que soportar procesos kafkianos, en especial cuando debe hacer reclamaciones o desea realizar cambios.

Por no mencionar la forma en que se está aprovechando los procesos telemáticos para fijar precios, o para añadir cargos adicionales y arbitrarios, como comisiones injustificadas o gastos de gestión, en muchas transacciones. O todos los abusos que se cometen bajo el amparo de los precios dinámicos, o la capacidad de concertación de precios que proporcionan las bases de datos en sectores como la alimentación o la vivienda.

Por qué no hacen lo que deben

 

Los liberales tienden a ser complacientes, a permanecer callados o a disculpar todos estos problemas, justo precisamente en el instante en que, para ser consecuentes con sus creencias, debería encabezar la pelea. ¿Cómo entender esta bipolaridad?

Jeffrey A. Winters ofrece una explicación en Oligarquía (Arpa). Subraya cómo en los regímenes democráticos conviven en ocasiones dos extremos con lógicas muy distintas: mientras la democracia se basa en el reparto del poder inmaterial (una persona, un voto), en la economía con grandes actores privados se tiende a concentrar el poder material. En el primer plano, el objetivo es elegir el gobierno más adecuado, el que mejor represente las ideas mayoritarias y respete las minoritarias, mientras que en el segundo el objetivo es defender las rentas que se poseen y aumentarlas si es posible.

Los sectores con mucho poder material parten con una gran ventaja, ya que pueden ampararse en la protección inviolable de la propiedad privada y ser ayudados por una combativa industria alquilada: contables, abogados, asesores fiscales, consultores y lobbies, entre otros, además de la financiación de partidos políticos. En la época de la globalización, esta clase de actores fue aumentando su poder, ya que contaron y cuentan con recursos que sobrepasan los de muchos Estados, lo que les permite evitar con cierta frecuencia las capacidades coercitivas de estos. En ese escenario, existe una clara divergencia entre los objetivos de la defensa de la democracia y los de la defensa de la renta.

En este momento, que es el nuestro, el liberalismo (de derechas y de izquierdas) tiende a fijarse especialmente en los procesos institucionales, y entiende como una perturbación muy peligrosa que el reparto del poder inmaterial se concentre en lugar de disgregarse, pero sin embargo ve con buenos ojos o, en el mejor de los casos, como un proceso natural que debe mitigarse en una medida residual, la concentración de poder material. Eso da lugar a una tensión elevada en el ámbito político e institucional, y a un liberalismo a lo José Luis López Vázquez, el de «póngame a los pies de su señora» y el de «un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo«, en el segundo plano.

No es extraño, por lo tanto, que en esta época de salida de la globalización, estén apareciendo opciones políticas que ponen el liberalismo en cuestión. Ocurre en el orden internacional, que está recomponiéndose y que se dirige hacia un nuevo lugar, aunque no sea posible definir con precisión cuál será, pero también en el terreno ideológico. El nombramiento de J.D.Vance como segundo de Trump resalta que el conservadurismo regresa, y que lo hace impugnando el neoliberalismo. La socialdemocracia se está moviendo todavía en el viejo marco y no ha logrado (o ni siquiera ha intentado) poner en marcha un proyecto que le aleje del mundo socioliberal. Los movimientos populistas que tuvieron lugar a mediados de la década pasada han perdido fuelle, aunque algunos de sus miembros permanecen todavía alrededor de la administración Biden. Sin embargo, es mera cuestión de tiempo que la izquierda ponga en marcha otro tipo de proyectos que la acerquen a su esencia.

Salvo en España, que es un lugar políticamente extraño. Las izquierdas están cómodas en el socioliberalismo y los conservadores continúan siendo liberales, y prefieren con mucho esa opción que llaman libertaria, pero que no es otra cosa que un servilismo con las industrias de defensa de la renta que menoscaba tanto la democracia como las capacidades nacionales. La simpatía que sienten por Milei es proporcional al temor que les causa Vance.

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