IDEAS
Hungría, la rebelde
Paseando por las calles de Budapest.

Javier Portella.
Elements / El Manifiesto
Corresponsal de “Elements” en España, Javier Portella, director de “El Manifiesto”, nos lleva a las calles de Budapest, capital de la primera democracia “iliberal” de Europa, odiada por los defensores del wokismo y del globalismo sin fronteras. Sigamos sus pasos en un estimulante paseo político, histórico y cultural.
Ha pasado mucho tiempo desde que regresé a Hungría, país al que me une una larga historia, cuyos detalles no entraré aquí. Baste decir que descubrí Hungría durante los años plomizos del comunismo (gracias a los cuales, dicho sea de paso, me curé). Regresé al país para participar, con gran emoción, en la gran manifestación que marcó su liberación en junio de 1989. Y ahora acabo de regresar. Con emoción también, porque no es poco ir al país erigido en el centro de Europa como el gran baluarte contra el liberalismo y el wokismo de nuestra desgracia (recordemos que el creador del concepto “iliberal” no es el propio Viktor Orbán 1.
Pasear por las calles de Budapest es como toparse con una especie de anciana distinguida que ha sabido conservar a lo largo del tiempo (incluido el del comunismo) aires elegantes que se remontan a la época del Imperio austrohúngaro. Pero si tal encuentro impresiona al viajero, lo sorprende aún más cuando se da cuenta de que hay algo con lo que nunca se encontrará: los representantes de la inmigración que invaden nuestros países y que, a menos que tomemos medidas tan drásticas como las adoptadas por las autoridades húngaras, , acabará por abrumarnos por completo: sustituiéndonos, por decirlo de otro modo, como nos advierte el Gran Reemplazo, este concepto que, creado en Francia por el escritor Renaud Camus, hizo allí una merecida fortuna, mientras que, por otro lado, de los Pirineos el Gran Reemplazo sigue completamente ignorado (me refiero al término).
Volvamos a Hungría. Por más esencial que sea cerrar las puertas a la invasión migratoria, no resuelve todos los problemas. En realidad, no es muy complicado detener el flujo de inmigrantes, especialmente si el país no tiene acceso al mar. Sólo hay que quererlo y desplegar suficientes fuerzas armadas y vallas sólidas en las fronteras. Esto es lo que hizo Hungría; pero notó que una vez que la avalancha cesó, apareció otro problema. No me refiero a las amenazas económicas y al chantaje emprendido por los eurócratas en Bruselas. Esto también se puede superar, siempre que tengamos la habilidad, el coraje y la perseverancia de un Orbán 2 .
Lo que, en cambio, es más difícil de resolver es el problema que surgió cuando se detuvo la avalancha migratoria. Pronto se hizo evidente que había escasez de trabajadores para satisfacer las necesidades laborales. La solución adoptada por las autoridades húngaras fue recurrir a inmigrantes procedentes del Lejano Oriente (Vietnam y otros países), a quienes las propias autoridades buscaban localmente y con quienes firmaban contratos temporales de carácter muy estricto. Una vez vencidos estos contratos no se pueden renovar, al igual que no se autoriza ninguna reagrupación familiar. Todo se hace para que al finalizar el contrato –generalmente cinco años– el trabajador regrese a su país de origen.
La tasa de natalidad, ¡ay!
Ante el declive demográfico que estamos viviendo en nuestros países, este tipo de contrato es sin duda la solución menos mala que podamos imaginar. Pero sigue siendo un paliativo que adolece de deficiencias como el hecho de que los trabajadores deben aprender una lengua (¡y qué lengua!) durante un período tan breve, mientras que el empresario se ve obligado, al final de este período, a privar a los trabajadores que ya capacitados y adaptados a su puesto de trabajo.
Si queremos salvarnos a nosotros mismos, si no queremos que nuestra identidad sea destruida por el Gran Reemplazo y si no queremos que nuestro bienestar material se arruine por falta de mano de obra, es imperativo lograr algo muy esencial. , muy elemental (pero muy difícil, al parecer, de realizar): devolver a la vida el impulso y los derechos que le corresponden. Sólo podremos salvarnos si, abandonando este oscuro deseo de muerte que sigilosamente nos invade, nuestro pueblo regresa, lleno de entusiasmo y esperanza, a procrear, a generar vida.
Consciente de este desafío, el régimen húngaro lanzó un enorme arsenal de medidas (que ascienden al 5% del PIB) destinadas a aumentar la tasa de natalidad. Una suma tan considerable permitió adoptar la más espectacular de las medidas: elevar al nivel de un salario normal la remuneración pagada por el Estado a las madres que, habiendo dejado de trabajar fuera del hogar, se dedican -horror de horrores para toda alma liberal- ! – a una tarea que, en la mayoría de los casos, es incomparablemente superior: la de “afirmarse” cuidando a sus hijos y educándolos en casa.
Estas políticas ya están dando frutos. Los abortos han disminuido, aunque de manera insuficiente, y la tasa de fertilidad, lejos de seguir disminuyendo como en todos los demás países, pasó de la angustiosa cifra de 1,15 hijos por familia en 2010 a una cifra más tranquilizadora de 1,6 en 2020.
Sin embargo, no debemos cantar victoria demasiado pronto. Estas cifras están todavía lejos de lo deseable, todavía lejos de los 2,1 hijos por familia donde el número de recién llegados al mundo compensa el número de los que lo abandonan.
Hungría urbana y Hungría rural
Como vemos, no todo es color de rosa. Además del chantaje económico y de los ataques provocados por la defensa de la identidad y de la paz, hay un problema que corre el riesgo de ser mucho más importante a largo plazo: el establecimiento territorial del régimen.
Todas las personas con las que hablé estuvieron de acuerdo en que no estaban preocupados. No te preocupes, me dijeron, Orbán seguirá ganando las elecciones, una debacle como la de Polonia no es previsible aquí… Pero en el futuro inmediato, añadieron. Y, mientras lo decían, una pálida nube de inquietud se cernía sobre los techos y las paredes cuyas molduras, frescos y dorados hacían estallar en esplendor el antiguo café Lotz Hall Terem donde estábamos sentados.
Mil preguntas surgieron a través de esta nube. ¿Qué pasará cuando personas de cierta edad –que, mucho más numerosas que los jóvenes, hoy votan por el partido Fidesz y apoyan fervientemente a su líder– hayan abandonado este mundo?
La cuestión es tanto más inquietante cuanto que no es en toda Hungría donde se está produciendo esta votación masiva de la derecha, elección tras elección. Es sobre todo la Hungría rural y provincial la que vota de esta manera: esta base social del régimen donde las grandes ciudades brillan por su ausencia. Al igual que Europa occidental, el espíritu “progresista” y apátrida impregna el aire de las grandes ciudades, la mayoría de cuyos ayuntamientos, como en la propia Budapest, están en manos de partidos de izquierda o de centroderecha.
“El problema”, me dijo alguien, “es que cuanto más dinero y prosperidad hay, más se desarrolla el espíritu despierto. » Es verdad: nosotros también lo sabemos. Sin embargo, no se puede decir que el dinero y la abundancia fluyan libremente hacia las llanuras y las ciudades húngaras. A pesar de los innegables éxitos macroeconómicos (una fiscalidad del 9%, la más baja de la UE, un crecimiento del PIB del 3% anual desde 2010 y un desempleo que no supera el 3%), todavía queda un largo camino por recorrer en el ámbito económico. Los precios –pude comprobarlo in situ– están casi al mismo nivel que en el resto de Europa. Los salarios, en cambio… No, los salarios todavía están lejos de estar a la altura de los nuestros.
Cualesquiera que sean las razones de una brecha tan grande, es de esperar que el crecimiento de la economía húngara –capaz, por ejemplo, de lanzar una oferta pública de adquisición de los ferrocarriles Talgo en España– también llegue a los bolsillos de la población. . Cuando esto suceda, no sólo traerá las ventajas de la prosperidad económica (y lástima si el espíritu despierto aumenta a partir de entonces…: lo alinearemos). Lo que una mayor prosperidad traerá también es algo de un peso incomparablemente mayor: la salvaguardia de nuestra civilización, cuya defensa el pueblo húngaro, como un bastión erigido en el centro de Europa, ha asumido solo.
Aunque no del todo solo. Por un lado, está acompañado por otros pueblos circundantes (se podría decir que el comunismo, con su miseria y crueldad, fue –por rebote– la más curativa de las experiencias históricas). Por otro lado, al actuar de esta manera, lo que Hungría está diciendo a los demás pueblos europeos es algo muy claro, muy simple: si no queréis morir, este es el camino que vosotros también debéis seguir.
1. ¿Por qué no decir simplemente “antiliberal”, por qué utilizar el término “illiberal”, cuyos inconvenientes gráficos me llevan a facilitar la lectura con un guión? Sin duda, para enfatizar que algo del liberalismo –las libertades civiles– debe, no obstante, preservarse. Así como se conservan en la Hungría “autocrática”, así la llaman los jerarcas de Bruselas.
2. Al ver cómo Hungría resistió las amenazas de la UE, Georgia Meloni podría darse cuenta de que es perfectamente posible no ceder ante tales amenazas. Con el gobierno italiano bajo una presión similar a la de Hungría, la líder de Fratelli d’Italia afirmó que, para preservar miles de millones de euros en fondos de la UE, no tenía más remedio que abandonar las medidas antiinmigración que aparecían en su programa. Al menos eso es lo que ella dio como excusa.