MEMORIA
«Al final abriréis los ojos»
Andreu Gide y la batalla contra el «negacionismo comunista» de Europa ante la URSS.
Israel Viana.- ABC
El premio Nobel de Literatura André Gide era un defensor a ultranza de la Revolución rusa, hasta que fue invitado por Stalin a visitar el paraíso comunista en 1936. Lo que vio le dolió y decepcionó tanto que decidió denunciarlo, aunque sabía que le perseguirían por ello.
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Como un lobo aullando solo en medio de la estepa, André Gide insistió en la misma idea hasta el final de sus días: «Tarde o temprano abriréis los ojos, no tendréis más remedio. Os preguntaréis entonces, vosotros, la gente honrada: ¿cómo hemos podido mantenerlos cerrados tanto tiempo?». El célebre autor francés, que recibió el premio Nobel de Literatura una década después de estas palabras escritas en 1937, acababa de publicar ‘Regreso de la URSS’, el ensayo en el que recogió sus impresiones sobre el gigante comunista, tras el viaje que realizó invitado directamente por sus máximos dirigentes.
Hasta ese momento había sido uno de los defensores más importantes y famosos del mundo en lo que respecta a la Revolución rusa y la Unión Soviética, inspiración máxima de escritores como Albert Camus, Luis Cernuda y Jean-Paul Sartre. El respeto que proyectaba en Europa era tal que, durante su visita, llegó a dar un discurso en la Plaza Roja de Moscú acompañado de Viacheslav Molotov, presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo; Gueorgui Dimitrov, secretario general de la Internacional Comunista, y Stalin. ¿Qué podía salir mal?
Absolutamente nada, si a Gide no le hubiera dado por ser honesto y contar lo que vio durante su periplo. Una travesía en la que el escritor esperaba renovar su «amor» y «admiración» por la URSS, según declaró, pero que le causó la decepción y tristeza más profundas. Vitaly Shentalinsky, periodista conocido por sus libros sobre escritores represaliados durante la Gran Purga de Stalin, halló informes en los archivos de la KGB que describían encuentros de nuestro protagonista con autores disidentes, en los que le facilitaron datos de la realidad soviética que el mundo desconocía.
Las fuertes críticas difundidas a continuación en ‘Regreso de la URSS’ le valieron la animadversión de toda la intelectualidad europea de izquierdas. En Moscú, el diario ‘Pravda’ lo acusó de burgués y de estar manipulado por agentes antisoviéticos. El director de cine Serguéi Eisenstein, de lacayo de los fascistas y trotskistas. En España, durante la Guerra Civil, en el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas celebrado en Valencia en julio de 1937, su organizador, Mijaíl Koltsov, tachó el libro de «infamia asquerosa» y le prohibió participar. Un cambio de postura radical si tenemos en cuenta que al primero había asistido como una de sus principales figuras, junto a Thomas Mann, Bernard Shaw y Aldous Huxley.
Un libro «mediocre»
Durante décadas se ha debatido si este certamen fue una operación de propaganda estalinista. Lo que sí está claro es que fue una «cuestión de Estado» para la URSS, si tenemos en cuenta que sus escritores fueron los únicos que contaron con subvención de su Gobierno y que Stalin, además, presionó directamente a Juan Negrín para que vetara a Gide. Al presidente republicano no le quedó más remedio que transigir, porque el Kremlin era su único aliado contra Franco.
Lejos de retractarse, Gide publicó al año siguiente ‘Retoques a mi regreso a la URSS’, donde manifestó que las «injurias» e «insultos» recibidos le habían «afligido», especialmente, los del diario ‘L’Humanité’: «Este libro es mediocre, sorprendentemente pobre, superficial, pueril y contradictorio. Su valor es nulo». Paul Nissan lo criticó por «pintar la Unión Soviética como un mundo que no cambia», a lo que el aludido respondió: «No sé dónde lo ve. Yo he dicho que cambia mes tras mes. Eso es lo que me asusta. El estado en que se encuentra va empeorando. Se aleja cada vez más de lo que esperábamos que fuera».
Los únicos comunistas que salieron en su defensa fueron Victor Serge y Trotski, pero el libro fue un éxito de ventas. El resto, o se mantuvieron al margen por miedo o trataron directamente de acabar con su carrera. Tal y como apuntó el novelista galo y premio Luca de Tena 2002, Jean d’Ormesson, en los ambientes soviéticos de Europa Occidental se tejió un «muro de silencio» en torno a los crímenes del comunismo. Lo calificó de «negacionismo comunista», según el cual, si alguien se atrevía a denunciar el sistema, como Gide, era tildado inmediatamente de «aliado del totalitarismo de extrema derecha».
‘Rusia al desnudo’
Uno de los primeros en sufrir las consecuencias de este «negacionismo» fue el escritor rumano Panait Istrati, simpatizante comunista que también fue invitado a visitar la Unión Soviética en 1927. Su viaje se prolongó durante 16 meses y escogió una ruta no oficial. Lo que vio tampoco fue lo que esperaba y así se lo hizo saber por escrito a la policía secreta de la URSS. Como no encontró respuesta, publicó igualmente una obra de denuncia en Francia. En su caso, una trilogía.
En España salió la tercera parte, ‘Rusia al desnudo’, en la editorial Cenit ligada al Partido Comunista, donde denunciaba la falta de libertad y la explotación de los trabajadores por parte de una nueva clase dominante que quería mantener sus privilegios. Los amigos que le habían advertido de que no lo publicara para no dar argumentos a la derecha, como el escritor Guerman Sandomirski, fueron fusilados. E Istrati, por supuesto, se ganó el odio de toda la izquierda europea.
Uno de los argumentos empleados para justificar los apoyos en Occidente al comunismo fue que no sabían lo que pasaba en los países en los que se habían implantado estos regímenes. No obstante, la represión del sistema había sido denunciada desde el principio, no solo por opositores prozaristas, también por socialistas revolucionarios y anarquistas. Desde los años 20 y 30, Europa conocía lo que pasaba en la URSS con las ejecuciones, los campos de trabajo forzado, la falta de libertades y los juicios falsos.
Una «corte de milagros»
En 1920, el periódico francés ‘Excélsior’ ya había publicado un reportaje demoledor en el que describía la situación de miseria que vivía Rusia: «Petrogrado no es más que una siniestra corte de milagros, mendigos esperando a las puertas, resignados, el mendrugo que les lanzaran». En 1925, se publicó en Gran Bretaña ‘An Island Hell’ (‘Una isla infierno’), de Serguei Malsagov, con sus experiencias en el campo de concentración de Solovki. Un par de años después se editó en Francia y España ‘El terror rojo en Rusia’, obra del escritor Serguei Melgounov, que denunciaba la violencia de los bolcheviques en la etapa de Lenin.
No se puede decir, pues, que el libro de Gide cogiera por sorpresa a la izquierda europea. Pero ni este ni los trabajos anteriores sirvieron, en realidad, para plantear la menor duda entre los convencidos comunistas de Occidente. Cuando se produjo el desmembramiento de la Unión Soviética, el escritor albanés Ismaíl Kadaré comenzó a preguntar a los periodistas y escritores occidentales por qué no habían hecho nada para evitarlo o, por lo menos, denunciarlo. La respuesta seguía siendo la misma: no sabían qué estaba pasando, aunque los testimonios de denuncia no hubieran cesado a lo largo de las décadas.
El premio Nobel de Literatura polaco, Czeslaw Milosz, le había dirigido una carta a Picasso en la que le recriminaba: «Durante los años en que la pintura fue sistemáticamente destruida en la URSS, usted prestó su nombre a las proclamas que glorificaban el régimen de Stalin. Nadie sabe qué consecuencias podría haber tenido su protesta categórica a todo. Su apoyo al terror contó, su indignación también habría sido tenida en cuenta». Vsevolod Meyerhold, uno de los grandes innovadores del teatro ruso de principios del siglo XX, fue otro de los grandes artistas que elogió la Revolución bolchevique, hasta que en 1929 estrenó ‘La Chinche’, una obra con música de Shostakóvich en la que hacía una especie de sátira sobre la situación del país en los tiempos de la Nueva Política Económica.
Jacinto Benavente
La prensa le criticó duramente por trabajar contra la causa nacional y sus obras en cartel se redujeron drásticamente. En 1938, le cerraron finalmente el teatro, acusándole de que sus representaciones eran «ajenas al arte soviético». Se le pidió que reconociera sus «errores» e hiciera autocrítica, pero se negó y fue arrestado. Aunque tenía 65 años y estaba enfermo, fue torturado durante siete meses. Sus torturadores le rompieron el brazo izquierdo, pero le dejaron el derecho para que firmara su «confesión» de que había espiado para los británicos y los japoneses. Una semana después, su mujer, la actriz Zinaida Raikh, fue encontrada muerta con los ojos arrancados. Meyerhold fue ejecutado el 2 de febrero de 1940.
Gide tuvo más suerte. Murió con 81 años en París, el 19 de febrero de 1951. Cuatro años antes, cuando recibió el Nobel, Jacinto Benavente escribió en La Tercera de ABC: «Imponer su personalidad en estos tiempos en los que todos estamos absorbidos por algún tipo de Leviatán colectivo, ser uno y diferente, es mérito indiscutible de Andrés Gide. A los comunistas les ha parecido mal su elección y se han exacerbado en sus ataques al valiente escritor que volvió de Rusia desengañado del pseudocomunismo allí imperante. La superior inteligencia de Gide no podía menos que percibir la verdad de aquella gran farsa trágica del comunismo y no tuvo, como otros, la cobardía de dar su brazo a torcer, como suele decirse, y aparentar que no había visto nada».