Parece que últimamente el fascismo es como el café: está en todas partes. Si te atreves a decir que prefieres las croquetas caseras a las veganas, fascista. Si crees que el WiFi debería funcionar en el tren, neoliberal. Si bostezas sin taparte la boca, ultra-derechista sin escrúpulos. Y si ya dices que te parecen mal que se alquile el cuerpo de una mujer como incubadora de hijos o defiendes que el borrado de las mismas retorciendo la biología es una barbaridad… pues ya eres un camisa parda. Por no hablar de si eres religioso, crees en la soberanía nacional -en unas más que en otras- o simplemente no te parece bien que algunos jetas vivan del cuento ocupando lo que no es suyo.
Algunos sectores de la izquierda posmoderna –que ya es casi hegemónica– han desarrollado una especie de «fascistómetro» de alta sensibilidad, capaz de detectar nazis en lugares insospechados: el supermercado, el gimnasio, la cola del cine. No importa lo que hagas, si no estás de acuerdo con ellos, eres sospechoso. Y pobre de ti si te da por decir que las cosas no son tan simples. ¡Encima relativista!
El problema de llamar «fascista» o «facha» a todo lo que no te gusta es que, como en el cuento del lobo, llega un momento en el que la palabra pierde todo significado. Y cuando realmente haya que señalar a uno de verdad, nadie prestará atención porque todos estarán demasiado ocupados discutiendo si el café con leche sin azúcar es de extrema derecha.
Así que, con calma. No todo es fascismo. Es más, hoy puede decirse que casi nada lo es. A veces, es solo que alguien tiene una opinión distinta a la tuya.