
En Podemos, esa organización que alguna vez juró devolver el poder al pueblo, la democracia interna parece haberse convertido en un bonito eslogan para camisetas y poco más. La última muestra del arte del dedazo ha sido la designación de Irene Montero como candidata a presidenta del gobierno. Porque, claro, ¿quién mejor que la persona más cercana al líder en las redes para representar el «nuevo» proyecto?
Olvidémonos de primarias, debates o algo tan burgués como escuchar a las bases. En el universo paralelo de Podemos, la participación militante sirve para hacer bulto en las asambleas de barrio, pero las decisiones importantes se toman en despachos con la luz tenue del caudillismo digital del macho alfa, ya sin coleta, y entre la chiquipandi de amiguetes de fin de semana. Montero, una de las políticas más incompetentes e irresponsables de los últimos tiempos (y la lista miren que es larga) es «mágicamente» designada para encabezar la lista. ¿Por aclamación popular? No, por designación divina desde la cúpula morada, donde la meritocracia es sospechosa y el cuestionamiento, anatema.
Quizá sea un experimento sociopolítico: comprobar cuántos votantes siguen tragando con el discurso de la regeneración mientras se reciclan las mismas caras que llevan años predicando horizontalidad desde el pedestal. O tal vez Podemos (y la mayoría de confluencias: desde Sumar hasta los chiringuitos vecinales que nacieron tras la estafa del 15M) ya ha asumido su destino como secta emocional donde vivir como marqueses subidos a los coches oficiales con sueldazos y donde, no iban a ser menos, la fidelidad importa más que la competencia.
Con esta izquierda, que va a temer la derecha…