Cada vez son más las voces que se alzan contra la insolidaridad fiscal. No es para menos: mientras el ciudadano de a pie con nómina no le queda más remedio que cumplir religiosamente con sus impuestos, las empresas de un buen tamaño encuentran mil y una maneras de eludirlos, ya sea mediante ingeniería fiscal o aprovechando los agujeros legales que les permiten tributar en paraísos fiscales. Además de la existencia de una economía sumergida que hace que otros tantos españolitos de hagan lo mismo. De ahí que el Estado, que de tonto no tiene un pelo cuando a recaudar se debe, mantenga altísimos los impuestos indirectos, hasta niveles insultantes y confiscatorios.

El problema no es solo que las grandes corporaciones paguen menos impuestos de los que deberían, sino que el dinero que falta en las arcas públicas se ssuple apretando a las clases medias y y trabajadoras, además de un cada vez peor prestación de servicios esenciales, infraestructuras deterioradas y un aumento del malestar social. Y claro, cuando los ciudadanos ven cómo su esfuerzo fiscal se traduce en derroches absurdos y en escándalos de corrupción, la indignación crece a niveles estratosféricos.

Porque una cosa es pagar impuestos sabiendo que van a mejorar la sanidad, la educación o el transporte público, y otra muy distinta es ver cómo se evaporan en proyectos inútiles, sueldazos y privilegios que solo benefician a unos pocos. La sensación de que el sistema está diseñado para favorecer a los de siempre está calando hondo en la sociedad, y con razón.

Si la aportación al sistema no es progresivo y equitativo, las empresas más grandes no arriman el hombro y los gobiernos no ponen freno a la evasión fiscal y el despilfarro, el descontento del ciudadano medio solo irá en aumento. La pregunta es: ¿cuánto tiempo más aguantarán los contribuyentes –los que contribuyen, no los que viven el cuento– antes de decir «basta»?

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