Llevo leyendo, hablando, reflexionando… sobre el caso Errejón en todos sus aspectos varios días. E intento, de verdad, mirar hacía dentro de mi como hombre, como padre, con mis machismos culturales, mis debilidades, mis experiencias, mis dudas… y la verdad es que más allá de la condena sin matices a la persona y al personaje de la historia –huyendo de la hoguera, eso si– algunos de los vértices del tema me superan y me generan dudas.
Tal vez, porque como hombre no he interiorizado lo que se vive cuando «normalizas» que, como mujer, «toca» que te metan mano en un bar o el autobús, que te molesten de palabra o acción y mil cosas más, algunas infinitamente peores, que aún perviven en la vida cotidiana.
Como hombre maduro no escondo que tengo mil taras, probablemente inmodificables aunque haga propósito de enmienda, pero me preocupa y mucho la sociedad que le estamos forjando a la generación de mis dos herederos –chico y chica– y la percepción de que una vez la vez consolidada la igualdad legal, en lugar de avanzar volvemos atrás con una nueva etapa donde se mezcla la indignación justa y necesaria junto a otra impostada, a la que añade una hipersexualización de las relaciones humanas, que van de lo digital a la calle, y apuntala los peores escenarios de lo que llaman patriarcado –en nombre del éxito y el consumismo– al mismo tiempo que generalizan el miedo de las mujeres en un mundo que claman lleno de depredadores.
Además de la incapacidad por parte de las nuevas generaciones de afrontar relaciones humanas sanas, tóxicas, ocasionales, frívolas… que de todo uno se va a encontrar en la vida, sin las herramientas adecuadas para digerirlas sin miedo, debilidad, odio o frustración.
Por eso creo que el machismo cultural, que existe y aún forma parte de nuestra sociedad, se debe combatir no idiotizando a la gente –hombres y mujeres– ni victimizando a las mujeres, ya que esto que es lo que genera cierto nuevo feminismo, no ayuda a dar pasos reales, necesarios y urgentes, en la ubicación de la mujer en el espacio público, social y de poder que le corresponde: el de la plena igualdad efectiva de derechos/deberes y el de la libertad de decidir. De decidir lo que las mujeres quieran, no lo que algunas mujeres –como antes otros hombres– decidan por ellas.
El artículo de hoy de Rebeca Argudo en ABC me ha parecido que recoge un prisma interesante y que comparto en muchos de sus puntos de vista. Por eso lo pego aquí para que lo lean…
Rebeca Argudo .- ABC
Pueden ser circunstancias incómodas, repugnantes, frustrantes, indeseables y fastidiosas. En ocasiones mucho, de hecho. Pero lo que no son es un crimen.
La caída de Íñigo Errejón ilustra perfectamente aquello que decía Churchill de que alimentar al cocodrilo sólo sirve para aspirar a ser devorado el último, no para evitar que nos muerda la mano. Y a Errejón se lo acaba de merendar un cocodrilo amamantado a sus pechos. No me alegro en absoluto: creo que estos juicios sumarísimos en plaza pública, que tanto celebran las Cristinas Falláras de la vida, son rémoras a evitar en una democracia sana. Precisamente las garantías procesales y la presunción de inocencia son conquistas sociales que apuntalan con firmeza un Estado de derecho. Pero lo que me preocupa ahora, más que esa presunción de inocencia de Errejón y el deseo de que pueda defenderse con toda garantía en sede judicial, que también y por el bien de todos, es que lo que han conseguido, a la vista de las declaraciones leídas, es instaurar un marco de pensamiento que, en contra de lo que dicen que pretendían conseguir, no nos empodera a las mujeres sino que nos infantiliza.
Su verdadero triunfo no ha sido acabar con las violencias machistas (las reales). A la vista está que no lo han hecho. Su triunfo ha sido imponernos una moral, la suya particular, y convencernos de que ser mujer es nacer víctima. Por defecto. Y que así debemos sentirnos si al relacionarnos con un hombre nos sentimos frustradas o algo que hace o dice nos desagrada, nos incomoda, nos ofende o nos repugna. Independientemente de la intencionalidad del otro, de si es consciente o de que así se lo hayamos hecho saber en algún momento (dándole la oportunidad de rectificar, parar o disculparse) o de si han pasado cuatro meses, tres años o treinta (y cómo hemos cambiado). Al convertirnos en víctimas constantes nos despojan de nuestra capacidad para dejarnos seducir o seducir nosotras. De, en esas relaciones, poder ser también nosotras (de querer o de no poder evitarlo) las depravadas, las indiferentes, las desconsideradas, las interesadas, las castigadoras o las insufribles. Incluso nos han rapiñado la posibilidad de arrepentirnos sin que eso suponga una agresión, tan sólo una frustración. Creo que esas mujeres están convencidas, sinceramente, de que han sufrido abusos. Y ahí radica el triunfo del cocodrilo de Errejón: las han convencido de que, como víctimas predeterminadas, seres pueriles incapacitados para lidiar con lo impredecible de las relaciones interpersonales, alguien (el otro, el hombre) debe ser siempre culpable de sus sensaciones negativas y pagar por ello. Han convertido toda cita que sale mal en un abuso. Y eso es muy grave porque banaliza los verdaderos abusos, que los hay y son delictivos, y deben ser denunciados y perseguidos. Pero la torpeza en el acercamiento, la ineptitud para el coqueteo, la insistencia (incluso la desesperante), la rudeza en las formas, la ausencia de un deseado y proyectado romanticismo o la indiferencia posterior, no lo son. Pueden ser circunstancias incómodas, repugnantes, frustrantes, indeseables y fastidiosas. En ocasiones mucho, de hecho. Pero lo que no son es un crimen. Y, ya lo decía Escohotado, no conviene mezclar desordenadamente moral y derecho, a riesgo de fomentar hábitos hipócritas y desprecio a las leyes.