Viajar es una experiencia muy sana e instructiva. Ciertamente te permite recoger sensaciones y aprender. También es una actividad que genera un impacto muy positivo en las economías de acogida, pero al mismo tiempo cuando se masifica uno muy negativo en la vida de una parte importante de los que residen de forma habitual en esos lugares.
Los grandes destinos turísticos, especialmente en las ciudades y zonas metropolitanas, están generando una triple realidad: centros urbanos gentrificados donde solo hay visitantes, zonas comerciales y alojamientos que han encarecido de manera insoportable los precios de la vivienda y sacado a sus moradores de ellos siendo sustituidos por hoteles u otras opciones habitacionales. Luego están los barrios, que antaño se llamaban obreros, cada vez más invivibles e inseguros, donde se viven los trabajadores cuyos sueldos no les permiten escapar al tercer espacio, que son las zonas enladrilladas de extrarradio con centro comercial cercano y viviendas amuralladas pero dotadas de piscina y pista de pádel a precio de la milla de oro.
Este es el modelo que se está priorizando por parte de las administraciones en nuestras grandes ciudades y que se está implementado a pasos agigantados en las medianas. Poca o ninguna industria o sector productivo real y trabajo en el sector servicios, mal pagado e inestable, fomentando de forma consciente la desaparición del poco sentimiento de pertenencia a una comunidad que nos quedaba, segregando cada vez más a la población por edad y renta, condenando a los sectores más precarizados a resistir como pueden en barrios “multiculturales” donde no hay recursos ni capacidad de acoger e integrar. Ni intención de hacerlo.
Cuando escucho cada día más a los gobernantes hablar inversiones y turismo, me pregunto cuando dejamos de oir a muchos de ellos hablar de vecinos y de las necesidades materiales del pueblo. Y ya casi no me acuerdo.