CULTURA

Sound of freedom

¿Por qué el antifascismo no se considera una teoría de la conspiración?

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Alberto Olmos.-El Confidencial

 

Se estrena en España la película que ha agitado en la América profunda sospechas sobre pedofilia a gran escala.

 

Lo que más me ha impresionado del recorrido comercial de Sound of Freedom en Estados Unidos ha sido la creencia de muchos espectadores de que el Poder no quería que vieran esa película. Una señora de, pongamos, Utah narraba cómo en el cine habían cortado el aire acondicionado para entorpecer la proyección; otros denunciaban cortes del suministro eléctrico. Todos los aparatos se estropean justo en la sesión de Sound of Freedom, clamaban desde Ohio. Las palomitas (broma) sabían raro en Wisconsin.

 

Lo cierto es que la película dirigida por Alejandro Monteverde y protagonizada por Jim Caviezel ha recaudado 180 millones de dólares sólo en salas americanas. La propia Indiana Jones 5 recaudó menos.

 

Sound of Freedom cuenta la historia real de un aguerrido padre de familia y agente federal que se dedica a rescatar por todo el mundo niños sometidos a explotación sexual. El filme se centra en una operación llevada a cabo en Colombia que implicaba a una niña secuestrada en Honduras. Monteverde dirige con bastante tino y delicadeza este explosivo material. Sound of Freedom es una buena película que, por lo que sea, ha servido a millones de americanos conservadores para montarse la gran película conspirativa de su sesgo: la relación entre progresistas y pederastia.

Ante la evidencia de que se raptan niños pobres en países fallidos y se envían a otras partes del mundo para ser objeto de abusos sexuales continuados, la vertiginosa teoría extendida por la parte derecha de las barras y estrellas es que eso se produce masivamente, con entramados internacionales concretos, con implicados poderosos y normalmente de izquierdas y con total impunidad. Figuras como las de Jeffrey Epstein y su siniestra isla no hacen sino abonar estas creencias.

 

El hecho de que una parte de la población, con su punta de lanza en eso que se llama QAnon, sea vista como un montón de chiflados que se inventan enemigos invisibles y amenazas inexistentes me ha hecho preguntarme de pronto por qué el antifascismo no se considera a su vez una teoría de la conspiración. Dense cuenta de que Pedro Sánchez en campaña dijo que con un gobierno PP-Vox España “iba a retroceder 50 años”; que en la izquierda se afirma y se cree tranquilamente que los partidos de extrema derecha quieren meter a las mujeres en sus casas, a los gays en la cárcel, a los inmigrantes en barcos de vuelta a sus países y prohibir obras de teatro de Virginia Woolf cada semana. Lo cierto es que nadie en su sano juicio debería creerse en 2023 que algún gobernante va a reformular decimonónicamente la sociedad y darle un giro reaccionario tan divertido. Lo cierto es que en España nunca ha habido mucha diferencia entre que gobiernen unos y que gobiernen otros.

 

Sin embargo, este antifascismo heroico, múltiple, ridículo y autocomplaciente se considera sensato, cuando sus características son exactamente las mismas que las de una teoría de la conspiración: gran enemigo horrendo, agendas ocultas, poder incalculable maniobrando en la sombra, medios vendidos al mal, demagogia y visceralidad y vótame por miedo y psicosis colectiva.

 

Nunca dejará de sorprenderme el reparto de temores y alarmas que han llevado a cabo las dos vertientes ideológicas en nuestra sociedad; o sea, que para la izquierda los asesinatos de mujeres sean insoportables, pero los asesinatos de ETA, sólo inapropiados; que para la derecha el aborto ponga los pelos de punta, pero la homofobia o el racismo sean casi sólo mala educación. ¿Quién ha decidido qué mal tiene que encabezar tu capacidad de escalofrío e indignación?

 

Viendo Sound of Freedom uno se pregunta lo primero de todo si hay alguien en el censo electoral al que no le parezca horrible la pedofilia y, por tanto, no crea que una película que habla sobre ella y documenta parte de su horror sea una propuesta necesaria. Vale que no salen curas, queridos progres, como en Spotlight (Thomas McCarthy, 2015), pero una película sobre pederastia sin curas sigue siendo una película sobre pederastia. O sea, sobre el mal absoluto.

 

Para cualquiera que tenga hijos pequeños, Sound of Freedom no es una película de visionado llevadero. La obra muestra junto a sus créditos iniciales imágenes genuinas de cámaras fijas donde se ve el secuestro callejero de niños: desde motos, furgonetas, coches; a tirones, en brazos si son bebés, con engaños (un brazo por encima del hombro del chaval). Es espeluznante. En los créditos finales, podemos ver imágenes reales de lo que la película acaba de contarnos, dado que Tim Ballard, el héroe de la historia, grababa sus «operaciones» porque, según ha declarado en el podcast de Jordan B. Peterson, «si no la gente no se lo va a creer. Es de locos».

 

La película no resulta desagradable, no al menos como M, el vampiro de Düsseldorf (Fritz Lang, 1931), cierta escena de Adiós, pequeña, adiós (Ben Affleck, 2007), o cierta otra escena de True Detective I (Nic Pizzolatto, 2014), por decirles varios productos audiovisuales que me han venido a la cabeza durante su visionado.

 

Sin embargo, es evidente que Sound of Freedom es un filme para fachas, que sólo va a ser recomendada por medios fachas y que ir a verla y votar a la derecha o a la ultraderecha es todo uno. ¿Por qué? ¡Si al menos saliera un cura, joder!

Esta condición sectaria de la pobre película, como marginal y hasta sub-cinematográfica (no es cine si no es cine para todos), parece expresarse de forma contundente en el propio casting. Si eres un actor fracasado, sales en Sound of Freedom.

 

Da vida al protagonista Jim Caviezel , que la verdad que muy centrado no parece. Pueden ver su famosa intervención en un congreso “por Dios y la patria” en Las Vegas aquí. «La tormenta está sobre nosotros», dice, y sonríe intermitentemente. Da bastante miedito. Caviezel hizo de Jesucristo en la película de Mel Gibson sobre Dios, y ya entonces le avisaron de que ahí su carrera iba a acabarse. «Bueno», dijo, «si es la voluntad de Dios, cargaré con esa cruz». Y luego pensó (más o menos): «Las iniciales de mi nombre son J.C, y además tengo 33 años. ¡Soy Cristo!».

 

Luego tenemos a Mira Sorvino, actriz pulverizada en Hollywood casi desde que empezó.

 

También comparece el español Javier Godino, que les sonará de El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009), y de poco más.

 

Y, sobre todo, tenemos a Bill Camp, un actorazoViendo su filmografía en Imbd, no parece que le hiciera falta actuar en la película menos aconsejable para su futuro profesional. Esto sólo puede significar una cosa: Bill Camp no va a actuar en las películas que a ti te dé la gana, sino en las que a él le parezca bien.

 

Suyo es el monólogo central de la película, así como todas las escenas buenas, todos los parlamentos puros y todos los goles por la escuadra. ¿Se creen que le van a nominar a un oscarNo, no le van a nominar a un oscar.

 

Dice su monólogo: «Yo soy la oscuridad». Su personaje cuenta cómo se acostó sin saberlo con una menor de edad; una niña, en rigor. Como el dolor y la muerte que causa el tráfico de drogas, y que es culpa tuya por consumir cocaína (aunque te parezca tan guay lo de la coca), la pedofilia y todos los mercados de explotación sexual existen, no en el vacío del horror, sino en la muy real y sólida demanda del deseo. Alguien consume, alguien compra, alguien cae. «Yo soy la oscuridad» reformula aquello que le dijo Goethe a Eckermann: «Dudo que exista un crimen, por infame que sea, que yo no me haya sentido capaz de cometer personalmente».

 

A mí la película me ha parecido muy buena. Y a mí la pederastia me parece muy, muy mala.

 

Bastaría con que estuviéramos todos de acuerdo en la segunda afirmación.

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