MEMORIA
Jefferson y la libertad
Thomas Jefferson tiene reservado un lugar indiscutible en la historia.
Vicente López Ibor y Luis F. Martínez Montes.-ABC
«Si Thomas Jefferson tiene reservado un lugar indiscutible en la historia, no sólo de los Estados Unidos sino del pensamiento político y la defensa de la democracia, es por su condición de autor de la Declaración de Independencia»
Un día como hoy, 4 de julio, hace casi un cuarto de milenio, en 1776, se aprobaba el texto de la Declaración de la Independencia norteamericana, resultado de los trabajos del segundo Congreso Continental que, bajo la presidencia de John Hancock, se desarrollaba en Filadelfia, en un contexto de guerra entre los colonos americanos y la metrópoli. Y, apenas dos meses después de las batallas de Lexington y Concord en las que los ‘minutemen’, las milicias locales, habían doblegado, sorprendentemente, a las poderosas ‘casacas rojas’.
El comité designado para redactar la propuesta de Declaración estaba integrado por cinco personalidades políticas de relieve, dos veteranos, Benjamin Franklin y Roger Sherman, y tres jóvenes valores, Robert Livingston, John Adams y Thomas Jefferson. En estos dos últimos delegaron los demás la elaboración del primer borrador, cediendo finalmente Adams tal encargo a Jefferson –autor ya de una ‘Visión sumaria sobre los derechos de la América británica’– por entender, al parecer, que el virginiano era más popular y, sobre todo, mejor escritor, que el brillante abogado bostoniano.
La Declaración de la Independencia es un texto central de la historia norteamericana. No sólo por su carácter fundacional, con ser importantísimo, sino por su espíritu, contenido y proyección política democrática. Por sus fundamentos, y por el propósito que inspiró su elaboración y aprobación. A partir de entonces, las trece Colonias se expresarán como un cuerpo político nuevo: los Estados Unidos de Norteamérica.
La aprobación de la Declaración trascendió también el hecho jurídico-político y saltó al campo de batalla como un revulsivo clave para la victoria. Y ese doble aliento de rebeldía y ansias de libertad, fueron los motores del impulso revolucionario y la acción sobre el terreno de una guerra global y compleja, de alcance internacional o mundial, conforme a las escalas y potencias del momento, en el que las colonias contaron con una contribución exterior decisiva.
Es sabido que en las causas difíciles, los buenos aliados suelen ser puente necesario para la victoria, y la Guerra de Independencia norteamericana no fue una excepción. Tanto Francia, de una parte, cuanto la monarquía hispánica, de otra, con estilos diplomáticos y expedientes tácticos diferentes, pero persiguiendo los mismos objetivos y resultados, prestaron una contribución determinante para el éxito de la causa norteamericana. La pericia del lado español de ministros tan relevantes como el conde de Aranda, y de militares, políticos, diplomáticos y empresarios como Bernardo de Gálvez, Unzuaga, Miranda o Gardoqui, debe ser en justicia recordada. Y la dirección política de Carlos III contribuyó también, en no poca medida, a facilitar aquella hazaña histórica norteamericana, desde la identidad cultural y el carácter político de la monarquía hispánica.
Los primeros miembros de la familia Jefferson llegaron a América en 1612, eran originarios de Gales y se establecieron en Virginia. En 1740, tres años antes del nacimiento de Thomas, Londres dicta la Plantation Act, ofreciendo con ello a los extranjeros de origen europeo –y credo protestante– la posibilidad de adquirir la ciudadanía británica por residir en las Colonias, algo que de inmediato aprovecharon no pocos alemanes y escandinavos. Las Colonias disponían de una estructura económica esencialmente agrícola y pesquera. Y la esclavitud era una lamentable realidad social, muy extendida.
Jefferson enseguida exhibió interés y capacidad por el estudio: griego, latín, música, filosofía, pensamiento político. Los clásicos, Homero, Sófocles, Cicerón, Horacio; los ilustrados y la revolución científica, Locke, Montesquieu, Bacon, Newton.
John Meacham, en un ensayo canónico sobre Jefferson, ‘El arte del poder’, destaca la preparación que adquirió el virginiano para desempeñar, sucesivamente con éxito, las altas responsabilidades que debió asumir, haciendo de él «el mejor y más eficaz político de su generación».
Jefferson se formó como abogado en el bufete de George Whyte, donde también estudiaría James Monroe –quinto presidente norteamericano–, y el juez Marshall, célebre presidente de la Corte Suprema. Como legislador, fue temprano promotor de la libertad religiosa, participando como letrado en el caso Godwin vs. Lumen, sobre la separación Iglesia-Estado, abogando con éxito por la abolición del carácter oficial del que gozaba la confesión anglicana. Desarrolló una brillantísima trayectoria pública, fue legislador, gobernador, embajador en París, secretario de Estado con Washington, vicepresidente con Adams y, finalmente, entre 1801 y 1809, tercer presidente de los Estados Unidos.
Sin perjuicio de contradicciones personales indudables y algunos claroscuros, su liderazgo y legado político son indiscutibles e impresionantes. Participó en la distancia física, pero en la proximidad de las decisiones, en la elaboración de la Constitución de 1789, aceptó el federalismo –y la cláusula del ‘national negative’, promovida por su amigo y correligionario James Madison– y el Bill of Rights, que juzgó fundamental. Durante su presidencia duplicó el territorio de la nación con la adquisición a la Francia napoleónica de la Luisiana. Ya concluida su tarea política, fundó la Universidad de Virginia y alentó, con su testamento de bibliófilo y la donación de su colección particular, la National Library de Washington.
Pero con ser todas aquellas tareas sobresalientes y de alcance histórico, si Thomas Jefferson tiene reservado un lugar indiscutible en la historia, no sólo de los Estados Unidos, sino del pensamiento político y la defensa de la democracia, es por su condición de autor de la Declaración de Independencia, que es desde entonces depósito de derechos inalienables, de valores y principios democráticos, referencia de marcos constitucionales, y de compromiso cívico para una sociedad libre.
Al redactar el segundo párrafo de la Declaración –«sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad»–, Jefferson daba un salto cualitativo en el marco de los sistemas políticos, sus derechos y valores universales. Y, al mismo tiempo, al incluir la bella y eficaz expresión «la búsqueda de la felicidad», conectaba también sutilmente, desde su raíz ilustrada, dos creencias inseparables: que la educación debe ser parte de la aspiración e ideal democrático, y que tanto este como aquella son los fundamentos de la libertad.