El Socialismo Liberal
¿Cabe razonar que el futuro del socialismo pasa por incrementar su herencia liberal?

José María Maravall. Fundación Felipe González.-
Dedicado a Alfredo Pérez Rubalcaba.
Para muchos, el socialismo es el heredero legítimo de un liberalismo que se toma en serio sus principios. Para otros, el socialismo es el antagonista por antonomasia del liberalismo.
El socialismo y el liberalismo han arrastrado una larga historia como competidores electorales. Así fue sobre todo tras la expansión de los electorados después de la Primera Guerra Mundial, cuando los trabajadores, desprovistos de voto, tras haber empuñado las armas en una terrible guerra exigieron no solo ser soldados sino también ciudadanos. Socialistas y liberales compitieron entonces por atraer ese voto de sectores hasta entonces excluidos. El Reino Unido es un buen ejemplo. En las elecciones de 1910, el partido Liberal de Herbert Henry Asquith obtuvo el 43,9 por ciento de los votos, frente a un partido Laborista de George Nicoll Barnes que recogió un 7,1 por ciento. En las elecciones de 1922, posteriores a la Guerra, el electorado de los Liberales de Asquith se redujo a un 18,9 por ciento, mientras que los Laboristas de John Robert Clynes ascendió a un 29,7 por ciento. Tras las elecciones de 1929, el partido Laborista con Ramsay MacDonald llegó al gobierno con un 37,1 por ciento del voto, frente al 23,6 por ciento del partido Liberal de David Lloyd George.
Esta competición electoral estuvo asociada a una confrontación ideológica. Al competir por ese nuevo electorado, los liberales fueron elaborando propuestas de importantes reformas sociales. El gobierno de Lloyd George, por ejemplo, estableció un sistema de seguros sociales ante la enfermedad, la invalidez y el desempleo, una ley de educación, una ley que facilitaba la construcción de casas baratas, y un presupuesto de gasto social que generó una radical oposición por parte del partido Conservador. Así fue durante un largo tiempo. Se habla muchas veces de una “etapa dorada” de la socialdemocracia, guiada por las políticas sociales de William Beveridge y las políticas económicas de John Maynard Keynes —pero en ambos casos se trataba de liberales cuyas políticas fueron asumidas por los Laboristas cuando éstos formaron parte del gobierno de coalición durante la Segunda Guerra Mundial. Esa coalición, presidida por Winston Churchill, encargó en 1941 el “informe Beveridge”. Al terminar la guerra, tras ganar el partido Laborista las elecciones de 1945, el nuevo Primer Ministro, Clement Attlee, anunció que su gobierno pondría en marcha el “informe Beveridge”, sentando las bases del Estado de Bienestar.
Desde finales del siglo XIX los partidos socialdemócratas aceptaron participar en la competición electoral democrática –es decir, seguir una “vía parlamentaria” al socialismo. Rechazaron así las descalificaciones de Engels en 1852 acerca del “cretinismo parlamentario” o de Lenin en 1917 sobre la democracia como mejor “envoltorio” para el capitalismo. Pero el liberalismo había ido transformando las democracias a partir de principios políticos que se defendieron desde el siglo XVII hasta mediados del siglo XIX. Entre las reformas liberales se cuentan el gobierno constitucional y la separación de poderes, la existencia de “pesos y contrapesos” institucionales al ejercicio del poder, la libertad de debate y el desacuerdo político como fuerzas creadoras, el derecho como ciudadanos a participar mediante elecciones libres en la elaboración de las leyes y de las decisiones políticas, la tolerancia religiosa, unos sistemas legales guiados por la “imparcialidad” que se aplicaban a todos por igual. Y también la idea de que, si bien las desigualdades heredadas resultaban inaceptables, aquéllas basadas en el mérito y el esfuerzo debían ser respetadas. Todo ello constituía bases de la democracia. Frente a la opinión de Hobbes (1651) de que basta con ser elegido para disfrutar de autorización para gobernar, un gobernante sólo es “democrático” —es decir, “representativo”— cuando puede ser echado del poder. Desde Madison (1788), la posibilidad de cesar a un “mal” gobernante constituye el corazón de la democracia. Muchos dictadores lo son después de haber sido elegidos. Pero para poder librarse de “malos” gobernantes, los ciudadanos necesitan limitar abusos en el ejercicio del poder e información independiente sobre la actividad política y sus consecuencias. Ambas necesidades justifican la presencia de organismos “contra-mayoritarios”, “pesos y contrapesos” políticos, lo que Rosanvallon (2006) ha llamado la contre-démocratie. Solo entonces los “dictadores elegidos” podrán ser evitados. No existen democracias iliberales: éstas no son democracias.
Tal vez por todo ello, se realizaron bastantes llamadas de atención respecto del antagonismo entre socialismo y liberalismo. Una de ellas correspondió a la Sociedad Fabiana, la cual señaló en 1884 que su programa era una extensión del liberalismo. Y en 1889, Eduard Bernstein advirtió que “hay que recomendar cierta moderación en la declaración de guerra contra el liberalismo”, añadiendo que “respecto del liberalismo, considerado como un gran movimiento histórico, el socialismo es su legítimo heredero. Actualmente no hay ninguna idea realmente liberal que no pertenezca también a los elementos e ideas del socialismo”. Sabemos muy bien que en una famosa conferencia que pronunció en Bilbao en marzo de 1921, Indalecio Prieto declaró “soy socialista a fuer de liberal. Es decir, que yo no soy socialista más que por entender que es la eficacia misma del liberalismo en su grado máximo y el sostén más eficaz que la libertad pueda tener… El socialismo es la perfectibilidad liberal”. Tal vez también por todo ello, desde Joseph de Maistre (1794, 1814) a Carl Schmitt (1923) se ha denunciado tanto al liberalismo como al socialismo como herederos de la Ilustración, es decir por socavar ambos el orden moral que sustentaba según ellos las sociedades. En la competición electoral con los partidos socialistas, los partidos liberales fueron perdiendo terreno. Tal vez el caso más estudiado es el de Gran Bretaña entre 1906 y 1914. Dangerfield (1935) publicó un estudio clásico que atendió sobre todo a los efectos sobre los apoyos liberales del sufragio femenino, del auge del sindicalismo, del papel de la Cámara de los Lores, y del conflicto irlandés. La consecuencia fue que, en un sistema mayoritario como el británico, el Partido Liberal prácticamente desapareció entre 1931 y 1970. Sólo pudo cobrar nueva vida tras el abandono del Partido Laborista por parte de Roy Jenkins, Shirley Williams, Bill Rodgers y David Owen, creándose el Partido Social Demócrata (SDP) en 1981 como reacción al deficiente liderazgo del partido y a la considerable infiltración trotskista en los años 70. En 1988 se creó así, por fusión, el Partido Liberal Demócrata: en 2005 alcanzó 65 escaños, pero su posterior cooperación con el Partido Conservador redujo su presencia parlamentaria a 8 escaños. Desde entonces, la tormenta desatada por el Brexit le dio nueva vida, manteniendo siempre una posición pro-europeísta, antipopulista y anti-nacionalista. Así su afiliación aumentó con 105.000 nuevos miembros y su influencia política se hizo mucho más fuerte.
Quiero plantear tres temas centrales que, a mi juicio, presenta la contraposición del socialismo frente al liberalismo. El primero se refiere a la libertad. Los socialistas han considerado que para el liberalismo la libertad solía entenderse como privilegio. La libertad era la protección de los pocos frente a los riesgos que tanto “los muchos” como “los poderosos” podían suponer –lo que Isaiah Berlin entendía como “libertad negativa” (1969): la protección de los ciudadanos frente a restricciones y coacciones de su autonomía personal. Las condiciones que aseguren la “libertad negativa” son parte actual de todo aquello que se considere como “socialismo democrático”. Pero son puestas en cuestión hoy día en sistemas democráticos por un “populismo” ejercido por dirigentes políticos que, en nombre del “pueblo”, practican agresiones a las condiciones de la “libertad negativa” de ciudadanos individuales: Matteo Salvini en Italia, Víktor Orban en Hungría, Donald Trump en Estados Unidos, Jaroslaw Kaczyński en Polonia son ejemplos no ya de anti-socialismo, sino de antiliberalismo que afecta a la democracia. Dentro de la socialdemocracia europea ha habido dirigentes claramente anti-liberales: lo es hoy día Jeremy Corbyn como líder del Labour en el Reino Unido, lo fue Andreas Papandreu en el PASOK griego, lo empezó siendo Alexis Tsipras en Syriza, lo es Jean-Luc Mélenchon en Francia, primero en el Parti Socialiste y luego en La France Insoumise. Caben muchos otros ejemplos. La defensa de los principios heredados del liberalismo se ejerció, de forma sistemática, a partir del programa de Bad Godesberg del SPD alemán (Sozialdemokratiische Partei Deutschlands) en noviembre de 1959, dirigido por Willy Brandt. El programa declaraba que “La vida de la persona, su dignidad y su conciencia son previas al Estado…, el Estado debe crear las condiciones necesarias para que el individuo pueda desarrollarse en un marco de libre autoresponsabilidad y compromiso social”. En el programa de Viena en mayo de 1958, el SPÖ austríaco, dirigido por Bruno Kreisky, ya se afirmaba también que “El socialismo es democracia ilimitada en los aspectos político, económico y social”. En España, Felipe González ha señalado en innumerables ocasiones que el socialismo es “la profundización de la democracia”.
Prosiguiendo esta línea de análisis, Steven Lukes ha escrito (1992:10) que “los principios centrales del liberalismo –de igualdad de respeto y de oportunidad, de libertad personal y de tolerancia ante la diversidad religiosa y moral- no se contraponen a un conjunto superior de principios socialistas. Más bien exigen ser tomados más en serio de lo que con frecuencia han hecho los liberales (…) pero si, como solían advertir los socialistas, los liberales han convertido la defensa de estos principios en una ideología que ampara las relaciones de clase existentes, esto no conduce a que el socialismo necesite otros principios. El proyecto socialista debería más bien consistir en interpretarlos”. Muchas de las cartas disponibles en el archivo de la Fundación Felipe González escritas por dirigentes socialistas expresan ese compromiso por los valores liberales resumidos en el concepto de “libertad negativa”. Son particularmente expresivas las de Willy Brandt y, especialmente, Olof Palme. Brandt manifiesta su oposición a los nacionalismos, su compromiso con la libertad —expresados por ejemplo en su defensa del bloqueo de préstamos económicos del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo a la dictadura de Pinochet en Chile, por la destrucción de la democracia, la ausencia de libertades fundamentales y la existencia de un estado de excepción continuado (carta de 18 de septiembre de 1986). Palme, por su parte, expresa su compromiso con las libertades en todo el mundo: “ampliar el área donde los derechos sociales e individuales puedan expandirse”, donde “el individuo, con todas sus particularidades y sus sueños, pueda influir en la toma de decisiones”. Se enfrenta, por ejemplo, al apartheid y al racismo en Sudáfrica, a la pobreza y la falta de libertades en varios países latinoamericanos —expresa su respaldo a una Nicaragua libre por fin de Somoza, pero reclama “desarrollar la democracia política y la justicia social”, respetar “la libertad de reunión y de expresión, y unas elecciones libres y equitativas” —en las que el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) estuviese “dispuesto a abandonar el poder en caso de que perdiera las elecciones” (carta de 10 de febrero de 1984). Ese papel central de las libertades individuales y de los límites a los abusos de poder no ha existido siempre en los programas electorales de los partidos socialistas desde la Segunda Guerra Mundial hasta hoy. Voy a examinar evidencia proporcionada por el Manifesto Project (versión del verano de 2016b), sobre “Libertades y derechos humanos” (variable 201), con 314 observaciones de partidos socialistas y 325 de partidos de derecha entre 1945 y 2015 en 17 países europeos.
La variable recoge compromisos en los programas electorales de los partidos acerca de:
+ El derecho a la libertad de palabra, prensa, asociación y reunión.
+ La libertad respecto de coerciones estatales en los ámbitos políticos y económicos.
+ La libertad frente a controles burocráticos.
+ La idea del individualismo.
El análisis se basa en la proporción que tales compromisos ocupan respecto de la totalidad del programa electoral. En general, los partidos socialistas han prestado una atención menor a “las libertades y derechos humanos” que los partidos de la derecha. En conjunto, para los socialistas estos compromisos representaban un 2,060 del total de los contenidos en sus programas, frente a un 2,661 en los programas de la derecha. Los compromisos han variado además mucho en el tiempo y entre países.
Para leer el artículo entero y descargarlo en PDF pulsa aquí