CULTURAS
Miyazaki lo vuelve a hacer
Arte desde el lado oscuro de la belleza.
Enric Albero.-El cultural
El maestro de la animación retoma, con ‘El chico y la garza’, la magia, la inventiva, la fantasía y el preciosismo de sus trabajos anteriores.
Con motivo de la recepción del premio Donostia, Víctor Erice afirmaba en rueda de prensa que otorgarle la condición de testamento a Cerrar los ojos (2023) equivalía a reducir su horizonte vital a la jubilación. Su toma de posición con respecto a un futuro que rechaza de pleno la asociación entre longevidad y artrosis creativa encuentra en El chico y la garza (2023), postrer largometraje de Hayao Miyazaki, cineasta que comparte generación y galardón –también ha recibido el reconocimiento del festival de San Sebastián– con el director de El sur (1983).
La calificación de película-testamento también rodeó el estreno de El viento se levanta (2013), quizá la obra más contenida del maestro nipón de la animación, un halo fordiano atravesando la vida del ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi.
El tono sobrio de aquella obra de tintes autobiográficos lacada de serenidad, signo inequívoco de que el melodrama se imponía a la fábula, unido a los reiterados anuncios emitidos por el propio Miyazaki o por alguno de sus colaboradores más cercanos en los que se dejaba entrever su retirada, y el hecho de que llevara una década sin dirigir un filme (a excepción del cortometraje Boro the Caterpillar, 2018) sembraban de certidumbres la teoría que vaticinaba su despedida en 2013.
Sin embargo, a sus 82 años, el adalid del Studio Ghibli presentó en los festivales de Toronto y San Sebastián el que supone su imponente regreso a la primera línea de la contemporaneidad cinematográfica. Partiendo de una novela de Genzaburô Yoshino, Miyazaki –que publica además en España El viaje de Shuna (Salamandra Graphic)– acompaña a Mahito Maki, un chico que ha perdido a su madre en la guerra chino-japonesa y que se traslada al campo junto a su padre y su nueva esposa embarazada –hermana de su madre y por lo tanto tía del joven– para huir de un Tokio asolado por los bombardeos.
En esa zona rural aislada y hermosa, en un casa confortable, el adolescente tratará de lidiar con la ausencia de su madre. Nada más instalarse, recibirá la inopinada visita de una garza real cuya elegancia en el porte no es más que el atractivo disfraz con el que se viste un cicerone demoníaco de prominente dentadura y aspecto grotesco que esconde oscuras intenciones.
Pero ese guía sombrío necesita de un portal para conducir a su presunta víctima hacía el lugar deseado. Apelando a la tradición gótica, el director de El castillo ambulante (2004) transforma la madriguera del conejo blanco de Alicia en el país de las maravillas en un viejo caserón abandonado que linda con la propiedad de los Maki y que supondrá la puerta de entrada hacia lo inefable.
Ese tránsito entre una realidad marcada por la pérdida y un multiverso fantástico anuda los lazos entre las narrativas del duelo y los relatos de iniciación, punto de partida de un filme que va desatándose como un prodigio de inventiva formal en su irrefrenable desplazamiento interdimensional (no estamos aquí tan lejos de la lógica de determinados videojuegos) pero también intergénerico, pues aquí se encabalgan el melodrama familiar y el fantástico, el cine de aventuras y la comedia ligera representada por unas viejitas cabezonas que sirven en la finca (un personaje tipo dentro de la filmografía de Miyazaki y de Ghibli).
Ese movimiento perpetuo, que en un segundo acto excesivamente alargado parece desviarse hacia el callejón sin salida de la confusión, casi nunca desatiende la dramaturgia –ahí está ese oportuno revés de la trama (una herida en la cabeza de Mahito) para sugerir la ambigüedad de sus peripecias posteriores– pues el proceso de autoconocimiento que experimenta Mahito se estructura a partir del esquema de variaciones sobre un mismo tema, de manera que pese a la libertad expresiva con la que se enfrenta cada uno de los pasajes, el joven interactúa con los mismos personajes y supera situaciones muy similares cuyo significado cambia en función de lo aprendido. Baste señalar la evolución de la relación entre el chico y la garza, un pájaro de mal agüero que podría arrastrar al tierno adolescente al mundo de los muertos pero que termina revelándose como un aliado no exento de picardía.
[Un gran Miyazaki inaugura San Sebastián con una animación de una belleza arrebatadora]
Esas modulaciones se orquestan desde una puesta en escena que jamás renuncia a una belleza que lo mismo se imprime en los detalles (una lágrima, una lengua de sangre sobre una flor, la mermelada embadurnando la boca de un niño) que alcanza dimensiones de pintura mural ya sea de corte realista (la secuencia inicial del bombardeo sobre Tokio) o surrealista (en uno de los fotogramas más reproducidos del filme la evocación de El castillo de los Pirineos de René Magritte es más que evidente).
Hablamos, sin embargo, de un preciosismo que se aparta de la fábula blanca para adentrarse en los laberintos de la crudeza y el dolor que recorren todo proceso de crecimiento –una aflicción visual (la evisceración de un pez, el ataque de unas ranas) y dramáticamente (la despedida de esa madre/niña)– para terminar conformando una serena reflexión sobre la transitoriedad, sobre la necesidad de tener los ojos abiertos para apreciar todo cuanto nos rodea.
El chico y la garza
Dirección y guion: Hayao Miyazaki.
A partir de la novela de: Genzaburô Yoshino.
Intérpretes: Asaki Suda, Takuya Kimura, Kô Shibasaki.
Año: 2023.
Estreno: 27 de octubre