Óscar Cerezal – Publicado originalmente en Posmodernia.

En estos tiempos que corren – novedosos y convulsos, contradictorios y dispersos –la memoria se ha convertido en una de las prioridades de la cosa pública. Y cuando digo cosa pública no me refiero solo a las legislaciones que con los rimbombantes nombres de Ley de Memoria Histórica o Democrática copan algunos debates en las instituciones sino a la cantidad de papel y palabras que ocupan en los diferentes medios. Aquí, en esta España descontenta consigo misma o en cualquier otro rincón del mundo.

Y claro, como casi todo lo que se dice y hace es selectivo. O de parte. Un ejemplo reciente y de actualidad son las palabras de Arnaldo Otegui lamentando el dolor producido por ETA que ha sido recibido por los corifeos del buenismo institucional y mediático como un antes y después, que le homologa como un respetable representante con el que se puede negociar sin necesidad de esconderse.

Hasta ahí todo lo aceptable que uno quiera, al nivel de las tragaderas que uno tenga, pero lo que es incompatible con la verdad es el bondadoso perdón a quienes han justificado y colaborado con decenios de asesinato y horror mientras jalean felices que una jueza argentina impute a un ministro de la transición, ven como algo urgente y prioritario el cambio del callejero honrando la memoria de los propios o exigen altavoz en mano un cordón sanitario contra los peligros de la «derecha extrema» española mientras se homologa en este caso al portavoz de la «izquierda extrema» vasca como un hombre de paz con quien poder hablar y pactar pensiones o carreteras.

Este ejemplo facilón es lo que con un caso de extrema actualidad está sucediendo en la llamada memoria democrática, que viene a ser otra pata de la cultura de la cancelación que están queriendo imponer. El poder o los poderes manipulan de parte, con intereses espurios a corto, medio o largo plazo los hechos para imponer su agenda política o cultural. Si esto se hace con las atrocidades de ETA que la mayoría de los vivos hemos vivido o recordamos cercano ¿qué esperamos de la revisión de lo que sucedió hace 80, 200 o 500 años?

Como nieto de republicanos represaliados me indigna la manipulación que se hace de lo que sucedió en nuestra guerra incivil y en los años anteriores a la misma, abusando de la feliz ignorancia de la gente que alzan sus banderas de filias y fobias ajenos a cualquier atisbo de pensamiento crítico o mínimamente formado. Si preguntas que representó la Segunda República para un ciudadano de izquierdas te dirá que fue “un oasis de transformación social cegado por los reaccionarios”. Si le preguntas lo mismo a uno de derechas glosará que se vivió “bajo un régimen comunista y el desorden de las hordas rojas”. Uno y otro ignoran o esconden que en los 6 escasos años de régimen republicano –1931 a 1936 – casi el 50% estuvo gobernado por “mayorías progresistas” y otro tanto por “las conservadoras”. Que en 1932 ya hubo un intento de golpe de estado de una parte de “las derechas” y que en 1934 hubo uno de carácter socialista que bajo el nombre de “revolución de Asturias” – la importancia de las palabras – intentaron subvertir el orden constitucional. Y un detalle que parece que a nadie le importa señalar: cuando llegó el golpe militar de 1936 y la posterior guerra civil, demócratas homologables a lo que ahora en 2021 se entiende con ese nombre, había dos y el del tambor y o los mataron o se exiliaron.

Bajo estos parámetros actuales de reescribir la historia decenas de articulistas, historiadores o simplemente meritorios bien pagados en las tertulias se dedican de forma sistemática a difundir en todos y cada uno de los hitos de nuestra historia una memoria selectiva que pretende hoy reescribir como verdades absolutas lo que pasó entonces y así modelar las cabezas con respecto a lo que pasa ahora. Parece mentira –o no- que bajo un modelo supuestamente liberal se cercene la capacidad de pensar por uno mismo y se induzca a la obligatoriedad de un pensamiento oficial decidido por quien sabe quien y quien sabe donde.

¿No sería positivo para lograr una sociedad sana y con plena conciencia de su pasado y su presente que hubiera libertad de expresión y cátedra para que cualquier visión o interpretación de la historia sea difundida y por tanto expuesta a la crítica, revisión y desmontaje por otros historiadores y por la opinión pública? ¿no tenemos los ciudadanos el derecho a oír voces disidentes de la oficialidad para decidir si burlarnos de ella o cuestionarnos la verdad? ¿qué es la verdad? ¿la qué deciden mayorías cambiantes en el arco político? ¿decide la coyuntural mitad más uno del parlamento que se puede opinar o decir sobre el descubrimiento de América, las guerras carlistas o el desastre de Annual? ¿o es que esas mitades más uno de hoy cuentan con que gracias al apoyo de los medios de masas y la ingeniería educativo-cultural se garantizan seguir siéndolo mañana?

A todas estas preguntas yo me respondo con la convicción de que vivimos en una era de pensamiento líquido y valores permeables donde con legislaciones de memoria histórica oficial y selectiva -muy cuestionables además no solo desde el punto de vista académico sino también desde los valores constitucionales del 78 que dicen defender- deciden con intereses políticos y culturales de parte hoy, quien o qué fue bueno o malo ayer -con sus ojos y sus valores de ahora claro está- y que y como se pueden contar las cosas en la educación, la literatura o el entretenimiento. Están sembrando e imponiendo una sociedad más infantil, más ignorante y por tanto más manipulable. 

Hay mucho por hacer y decir. Desde la libertad y el derecho a pensar e incluso a equivocarse. Es la hora de la disidencia.

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