MEMORIA / IDEAS
De Gaulle, como modelo
Nacional-populismo más allá de la izquierda y de la derecha.
Arnaud Imatz.-Ideas de La Gaceta
Más allá de las virtudes del líder y del hombre, demasiado raramente presentes, sigue siendo necesario subrayar el indiscutible atractivo del pensamiento gaullista.
El destino de las figuras políticas más brillantes es inevitablemente ser aduladas y vilipendiadas durante su vida, y luego mitificadas, explotadas e incluso a veces demonizadas tras su muerte. En el mundo hispanohablante, la brillante y efímera figura del joven líder de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, es un ejemplo casi perfecto. En Francia, el caso del líder militar de mediana edad y luego anciano presidente de la República, Charles de Gaulle, no es menos típico. La comparación entre los dos hombres merecería una larga y sustancial elaboración, tan sorprendente como instructiva. Sin embargo, nos limitaremos aquí a un breve análisis y descripción del pensamiento y la actuación del líder francés, dejando que el lector hispanohablante saque sus propias conclusiones sobre la cercanía y lejanía de las ideas políticas de ambos hombres.
De Gaulle es, sin duda, el líder político francés más mitificado del siglo XX[1]. No hay político ni periodista francés de renombre que no haya rendido en un momento u otro un sentido y consensuado homenaje al «gran hombre». A menudo honrado, al menos en apariencia, por una serie de adversarios expertos en manipulación, el legado gaullista ha sido sobre todo tergiversado, desvirtuado y negado por la mayoría de los llamados discípulos o seguidores. Para decirlo sin rodeos, en cincuenta años, el pensamiento gaullista ha sido vilmente traicionado, vaciado de su sustancia y reducido a una actitud convencional. La retórica banal de «amor a Francia«, «rechazo de la fatalidad«, «en un mundo nuevo y cambiante«, repetida por tantos pseudoadmiradores del General, no ha tenido otra función que disfrazar su abandono y su renuncia.
De Gaulle y sus adversarios
De Gaulle fue criticado en vida en privado, o traicionado en la sombra, por los tres Judas que fueron Pompidou, Chirac y Giscard d’Estaing. Finalmente fue derrocado por una coalición de comunistas, socialistas, demócrata-cristianos y liberales que, al igual que los empresarios y la burguesía de negocios, estaban hartos de «la grandeza de Francia«. Después de Charles de Gaulle, el gaullismo fue deliberadamente disfrazado, reducido a un vulgar pragmatismo oportunista, mezcla de neoliberalismo (Balladur, Sarkozy), neosocialdemocracia (Chirac) y tecnocracia (Juppé). La ironía suprema es que, de Gaulle, modelo de soberanista irreductible y paladín de la independencia nacional, fue alabado por los más ardientes defensores de la ideología globalista, del federalismo europeo, de la pertenencia a la OTAN y de la protección-sumisión al imperio estadounidense. Un ejemplo reciente es el homenaje escrito que Emmanuel Macron rindió al General el 9 de noviembre de 2020: «Cincuenta años después, el vivo recuerdo del General de Gaulle sigue siendo una fuente de inspiración para nuestra Nación, nuestra República. Que encontremos en estos lugares, en sus elecciones, las huellas que nos permitirán construir nuestra acción por Francia. Con fidelidad«.
Palabras, palabras… más palabras, más palabras… La última paradoja es que cualquier personaje público, desafortunado o inconsciente, que se atreviera a retomar las afirmaciones y negaciones soberanas del General, sus opiniones y palabras marcadas por el sello de la independencia, la libertad de expresión y el inconformismo, hoy sería inevitablemente juzgado «políticamente incorrecto» y no dejaría de sufrir la censura de los medios de comunicación, una omertá de larga duración; en ocasiones, incluso podría ser procesado y condenado.
En la opinión pública francesa, de Gaulle es considerado un gigante entre enanos. Sin duda, los tratos injustos e inhumanos infligidos a los franceses en Argelia y a los harkis ensombrecen su historial (es cierto que la ideología del victimismo no era la de nuestros antepasados, y menos aún la de los principales protagonistas de las dos guerras mundiales), pero en términos históricos las cualidades del General como hombre de Estado no pueden discutirse. Lo que es más cuestionable es el elogio unánime al que se entrega la clase política y mediática francesa en el umbral del siglo XXI. Es, reconozcámoslo, una fuente de hilaridad y de indignación para las personas de mi generación que vivieron los años sesenta. Seamos realistas: si en su día hubo muchos opositores y enemigos del presidente Charles de Gaulle, hoy hay tantos o más que detestan «su idea de Francia«.
¿No fue de Gaulle objeto de las peores recriminaciones en vida? ¿Acaso los gaulófobos de izquierda y de derecha no estaban siempre dispuestos a fulminar contra la ambición, la presunción, la vanidad, la arrogancia, el egocentrismo, el rencor, el resentimiento, la ingratitud, la mezquindad, el divisionismo, el despotismo, etc., del «Connétable» (condestable), del «Sot en Hauteur» (tonto de altura), del «Double-Mètre» (doble metro), del «Grande Asperge» (larguirucho)? ¿No lanzaron los mismos increpaciones e invectivas increíbles contra el «nacionalista fanático«, el «americanófobo patológico«, el «aliado del FLN argelino», el «aliado del comunismo«, el «servidor del totalitarismo», y contra el «representante de la tendencia nacionalista del capitalismo monopolista«, el «garante conservador del capital«, el «general fascista«, el «dictador» o el «aprendiz de dictador«?
Perdonar no es olvidar. Recordemos pues, sin acritud, que, si bien de Gaulle tenía sus admiradores, también federaba odios terribles. A menudo visceral, este odio animaba, por supuesto, a los petainistas de derecha e izquierda y a los partidarios de la Argelia francesa, pero también unía a la derecha americanófila, conservadora, liberal y democristiana, a la extrema derecha atlantista y nacionalista europea, a la izquierda socialista y a la extrema izquierda (comunistas ortodoxos, trotskistas y maoístas).
En Londres, durante la Segunda Guerra Mundial, los redactores de la revista France Libre y algunos locutores de Radio-Londres, que contaban con el beneplácito del Departamento de Estado estadounidense, ya eran ferozmente hostiles a de Gaulle. Los vichyistas del norte de África no eran menos hostiles. Los resistentes del interior de Francia tampoco apoyaban unánimemente al general. Durante mucho tiempo, la autoridad del líder de la Francia Libre fue objeto de debate en el seno de los Aliados; los estadounidenses e incluso los británicos buscaron hasta el final un representante francés más dócil y menos intratable. Y de Gaulle no se equivocaba: «Hasta el último día de la guerra«, dijo, «habremos tenido que luchar también en ese frente«. “Pero hay que decir que, en una guerra de alianzas, cada aliado lucha su propia guerra y no la de los demás«. Y de nuevo, con realismo: «Los ingleses que murieron liberando Francia dieron su vida por Gran Bretaña y por el Rey. Los americanos que murieron liberando Francia murieron por los Estados Unidos de América y por nadie más. Al igual que todos los franceses que murieron en un campo de batalla, incluso por la independencia de los Estados Unidos de América, murieron por Francia y por el rey que la personificaba”. Sobre el desembarco del Día D, dijo sin rodeos veinte años después: «El desembarco del 6 de junio fue un asunto anglosajón, del que Francia quedó excluida. Estaban decididos a instalarse en Francia como si fuera territorio enemigo. Como acababan de hacer en Italia y estaban a punto de hacer en Alemania. Habían preparado su AMGOT que debía gobernar soberanamente Francia mientras sus ejércitos avanzaban. Habían impreso su moneda falsa, que se habría puesto en circulación a la fuerza. Se habrían comportado como en un país conquistado. ¡Eso es exactamente lo que habría ocurrido si yo no hubiera impuesto, sí impuesto, mis comisarios de la República, mis prefectos, mis subprefectos, mis comités de liberación! ¿Y quiere que vaya a conmemorar su desembarco, cuando fue el preludio de una segunda ocupación del país? ¡No, no, no cuente conmigo! No me importa que las cosas sigan su curso con elegancia, ¡pero ése no es mi sitio! ¡Los franceses ya están demasiado inclinados a creer que pueden estar tranquilos, que lo único que tienen que hacer es dejar que otros defiendan su independencia! ¡No debemos alentarles en esta ingenua confianza, que luego pagan con ruinas y masacres! Debemos animarles a confiar en sí mismos» (Palacio del Elíseo, 30 de octubre de 1963).
Los historiadores saben hoy que, sin de Gaulle, Francia habría vivido bajo el yugo de una administración militar provisional estadounidense, el tristemente célebre AMGOT (Gobierno Militar Aliado de los Territorios Ocupados). El presidente estadounidense planeó incluso entregar la orilla izquierda del Ródano a Italia y parte de los departamentos del norte y el este de Francia a una entidad neerlandesa-belgo-luxemburguesa creada de la nada con el nombre de Valonia. En definitiva, ¡nada menos que lo que podría haber hecho Hitler de haber ganado la guerra!
En la larga lista de antagonistas que de Gaulle tuvo durante su vida política, encontramos los nombres de prestigiosos militares y avezados políticos como Darlan, Giraud, Weygand, De Lattre, Juin, Herriot, Reynaud, Thorez, Duclos, Marchais, Monnerville y Soustelle, Mendès France, Mitterrand, Pleven, Lecanuet y Jean Marie Le Pen, así como grandes intelectuales como Aron y Sartre, y célebres escritores y periodistas como Jacques Laurent, Beuve-Méry, Jean Daniel, Françoise Giroud, Servan Schreiber y muchos otros. Si de Gaulle tenía a la prensa audiovisual de su lado, tenía a toda la prensa escrita en su contra, a todas las figuras destacadas del periodismo. La violencia de sus críticas alcanzó a veces cotas increíbles. Sartre y de Beauvoir, los Thénardier de la filosofía (según la feliz expresión de Michel Onfray), se distinguieron en el género sin arriesgar su carrera. El autor de Les mains sales nunca dejó de llamar a de Gaulle «fascista«, «chulo reaccionario«, «pedazo de mierda«, «imbécil«, «bastardo» y «cerdo«, mientras que el General, quizá demasiado consciente de la dignidad de su cargo, se empeñaba en respetar al «filósofo» izquierdista. El liberal-conservador Raymond Aron nunca perdonaría a de Gaulle su comentario sobre Israel como «un pueblo de élite, seguro de sí mismo y dominante«, hecho el 27 de noviembre de 1967, seis meses después de la Guerra de los Seis Días.
Está claro que, a la clase política y mediática, la casta u oligarquía, no le gustaba de Gaulle. No soportaban que se apoyara directa y muy democráticamente en el demos, el pueblo soberano. “Para mí, decía el General, la democracia es exactamente lo mismo que la soberanía nacional. La democracia es el gobierno del pueblo por el pueblo, y la soberanía nacional es el pueblo ejerciendo su soberanía sin trabas» (Conferencia, Londres, 27 de mayo de 1942). Y de nuevo en 1958, a raíz de la reciente adopción de la Constitución: «El pueblo tiene la primera palabra, puesto que elige a los dos poderes, y la última, puesto que resuelve su conflicto«. Pero realista y clarividente, deploraba con razón que «[…] muchos profesionales de la política […] no pueden resignarse a ver al pueblo ejercer su soberanía sin intermediarios suyos […]».
De Gaulle y los gaullistas tenían sin embargo una ventaja apreciable: reunían a políticos de procedencias y convicciones muy diversas: jacobinos-centristas, gestores conservadores, liberales reformistas, radicales, socialdemócratas, republicanos de izquierda (Capitant, Hamon, Vallon), incluso de extrema izquierda, intelectuales independientes, tecnócratas, monárquicos maurrasianos y nacionalistas discípulos de Péguy o Barrès. El gaullismo sociológico fue mucho más allá de los electorados de derecha moderada (liberal-conservadora y demócrata-cristiana) y de derecha radical, aglutinando a una parte importante del electorado de izquierdas, atraído por el carisma del General, pero también y sobre todo por su voluntad de conciliar orden y progreso.
De Gaulle era admirado por resistir contra viento y marea. Su tenacidad y perseverancia siempre parecían destinadas a triunfar al final. Contrastaba con la mediocridad de sus rivales por sus actos, su carisma, su energía, su voluntarismo, su rectitud, su honradez y su moralidad. En comparación, sus sucesores palidecen hasta la insignificancia, son todos liliputienses cuando no mediocres. El General encarnaba al hombre de Estado incorruptible y recto que desconfiaba del lujo y del dinero, aborrecía las prebendas, los privilegios y las estratagemas, y se tomaba el honor de pagar de su bolsillo las facturas de electricidad de sus pisos privados del Elíseo. Pero más allá de las primeras y evidentes explicaciones, que tienen que ver con las virtudes del líder y del hombre, demasiado raramente presentes en los clanes políticos, sigue siendo necesario subrayar el indiscutible atractivo del pensamiento gaullista. El gaullismo es un modelo de tercera vía entre el liberalismo y el socialismo; es una defensa exigente e irreductible de los intereses de la nación por encima de los intereses de los partidos de derecha y de izquierda.
El General tenía en poca estima a los políticos (los llamaba los «politi-chiens», un juego de palabras francés mezclando politicos y perros) ni a los de la III República, ni a los de la IV República, fueran de derechas o de izquierdas. No le gustaba la derecha «rutinaria«, que «no quiere cambiar nada«, «no entiende nada» y «no quiere al pueblo«, ni la izquierda del «Frente Popular, que acabó en capitulación: la abdicación de la República en manos de Pétain«, «la izquierda a la que no le gusta el Estado«. Partidario de un régimen con un ejecutivo fuerte, siempre chocó con los socialistas, comunistas y democristianos, que no querían saber nada de él. Se enfrentaba a toda la vieja casta dirigente de la Tercera República, la que se creía definitivamente desacreditada por la derrota y la Ocupación pero que, a pesar de todo, resurgiría al final de la Segunda Guerra Mundial para apoderarse de nuevo de los grandes resortes del Estado. Esta casta dirigente quería perpetuar el sistema de partidos y asambleas sin reformarlo realmente; de Gaulle, en cambio, denunciaba incansablemente el sistema de partidos exclusivos y todo lo que se pareciera a la restauración de la Tercera República.
Apenas cinco meses después del fin del conflicto mundial, el 20 de enero de 1946, el líder de la Francia Libre se vio obligado a dimitir como primer Ministro. Para él, el vaso estaba lleno: «El sistema de partido exclusivo ha vuelto. Lo desapruebo. Pero, a menos que instaure por la fuerza una dictadura que no deseo y que sin duda saldría mal, no dispongo de medios para impedir este experimento. Así que tengo que retirarme«.
La referencia al «poder personal» o incluso a la «dictadura» era el leitmotiv de sus adversarios. Pero, paradójicamente, de Gaulle demostró claramente al pueblo francés que su republicanismo y su democratismo eran más profundos y sinceros que los de sus adversarios y sucesores. Tras su digna dimisión en 1946, fue con no menos elegancia, y sin el menor comentario, como dejó el cargo de presidente en 1969, al día siguiente de un referéndum sobre la reforma del Senado y la regionalización que fue rechazado por el 52,41% de los votos.
Otros presidentes no han tenido los mismos escrúpulos. En 1986, cuando las elecciones legislativas llevaron al poder a una mayoría de derechas, François Mitterrand, tan crítico con las instituciones de la V República, permaneció en el cargo y tomó como primer ministro a Jacques Chirac, instaurando así la primera cohabitación antinatural y estéril. En 1997, tras la desafortunada disolución de la Asamblea Nacional, Chirac también permaneció en el cargo y tomó como primer ministro al socialista Lionel Jospin. De nuevo, en 2005, tras perder el referéndum sobre el proyecto de Constitución europea, Chirac se cuidó de no tomar la vía de la salida. Duro crítico de la política «antinacional» de la «Europa federal» y del «partido de los extranjeros» durante el llamamiento de Cochin en 1978, y crítico de la «Europa supranacional«, la «Europa tecnocrática» y la «Europa molusco» en 1979, Chirac fue uno de sus más firmes defensores veinte años después. Acreditado junto a su ministro Villepin por su actitud gaullista contra la guerra de Irak (2003), prefirió después enmendarse optando deliberadamente por la sumisión más total a Washington. Como decía el ministro Edgar Faure, y antes el revolucionario Camille Desmoulins, «no es la veleta la que gira, es el viento«. En 2007, nada más llegar al poder, Sarkozy anunció que Francia se reincorporaría a la OTAN, a pesar de que de Gaulle la había retirado ventajosamente en 1966. Ese mismo año, con la ayuda de centristas y socialistas, Nicolas Sarkozy hizo ratificar por la Asamblea Nacional el Tratado de Lisboa sobre la nueva Constitución Europea, pese a que había sido rechazado por el pueblo en el referéndum del 29 de mayo de 2005. Desde entonces, no se han vuelto a celebrar referendos… Fue François Hollande quien, en 2016, hizo ratificar el Protocolo de París de 1952 que organiza el estatuto jurídico -en realidad la extraterritorialidad absoluta- de las bases de la OTAN en Francia [Sólo un diputado de LR (Les Républicains, partido supuestamente gaullista) votaría en contra de reactivar este protocolo, caduco desde que de Gaulle obligó a los GI y a sus familias a hacer las maletas en 1967].
Otro ejemplo de la distorsión antidemocrática de las instituciones republicanases la utilización por Emmanuel Macron del artículo 49.3 de la Constitución para imponer al pueblo francés la reforma de las pensiones. Este artículo fue diseñado originalmente, más concretamente por Michel Debray, para garantizar que el interés nacional y la legitimidad popular prevalecieran sobre el gobierno de los partidos y no para aplicar leyes rechazadas por la mayoría del pueblo. De Gaulle prefería al pueblo a la representación parlamentaria poniendo en juego su responsabilidad democrática. Consultar regularmente al pueblo era lo que él consideraba la forma más democrática de reconstruir su legitimidad. Pero desde entonces, a los grandes dirigentes políticos de derecha y de izquierda no les ha importado lo mínimo.
A fin de cuentas, el «poder personal» de Charles de Gaulle era mucho más democrático que el de sus rivales y falsos discípulos. El poder de estos últimos ha sido mucho más claramente oligárquico que el del fundador de la V República.
Dicho esto, las instituciones son sólo un aspecto del pensamiento gaullista. Entonces, ¿qué es el pensamiento gaullista? Para responder seriamente a esta pregunta, hay que tomarse la molestia de examinar los escritos, discursos y testimonios del General, y no limitarse a los comentarios interesados y distorsionadores de autoproclamados «especialistas» que sólo quieren ver en él una especie de teórico de las circunstancias excepcionales.
¿Qué es el pensamiento gaullista?
En el corazón del pensamiento de Charles de Gaulle está el deseo de conciliar la idea nacional con la justicia social. De Gaulle sabía que la libertad, la justicia social y el bien público no podían alcanzarse sin defender simultáneamente la soberanía y la independencia nacional (política, económica y cultural). Pasión por la grandeza de la nación, aspiración a la unidad nacional, elogio de la herencia de la Europa cristiana, reivindicación de una Europa de Brest a Vladivostok, resistencia a toda dominación extranjera (americana o soviética), retirada de la OTAN, no alineamiento en la escena internacional, democracia directa (sufragio universal y referéndum popular), antiparlamentarismo, tercera vía que no fuera ni capitalista ni colectivista, planificación indicativa, «ordoliberalismo», asociación o participación capital-trabajo, inmigración selectiva y preferencia nacional: estos eran los principales ejes del gaullismo.
Los numerosos vínculos que de Gaulle forjó en los años 30 con diversos círculos políticos e intelectuales contribuyeron a la formación del tercerismo gaullista. Debido a sus raíces familiares, de Gaulle se vio influido desde muy joven por el doble catolicismo social (el de los tradicionalistas, como Armand de Melun, Albert de Mun y René de la Tour du Pin, y el de los liberales, como Ozanam y Lamennais). También había leído a Maurras en la década de 1910, como muchos oficiales de su generación; su padre también estaba suscrito a Action Française. Pero, aunque se identifica con la primacía de la política exterior, la visión tradicional de la lucha entre Estados, la indiferencia ante las ideologías que pasan mientras las naciones permanecen, y aunque comparte el antiparlamentarismo, el Estado fuerte y la exaltación de la independencia nacional de Maurras, de Gaulle rechaza el «nacionalismo integral» y el antisemitismo de Estado del «maestro de Martigues». Prefiere la filosofía de Bergson, la mística de la idea republicana de Péguy y el nacionalismo republicano de Barrès (autor de Les diverses familles spirituelles de la France). Al igual que Barrès, defiende la idea de una historia nacional unitaria que incluye el Antiguo Régimen y la Revolución de 1789, en la que la República es un hecho. Suscriptor de los Cahiers de la Quinzaine antes de la Primera Guerra Mundial, de Gaulle reivindica expresamente a Péguy como uno de sus maestros. Tampoco hay que olvidar a uno de sus autores favoritos, Chateaubriand, a quien leyó y releyó durante toda su vida.
En los años treinta, de Gaulle frecuentaba el salón literario de Daniel Halévy, historiador y ensayista, gran conocedor de Proudhon (anarquista), Sorel (sindicalista-revolucionario) y Péguy (nacionalista católico). También asistía a las reuniones del círculo de un viejo militar retirado, partidario de Dreyfus e inconformista, el coronel Émile Mayer. Cercano a la izquierda socialista, Mayer le presentó a varios políticos, además de a su futuro amigo, el abogado Jean Auburtin, entre ellos Paul Reynaud, Joseph Paul-Boncour, Marcel Déat, Édouard Frédéric-Dupont, Camille Chautemps, Alexandre Millerand y Léon Blum. También gracias al coronel Mayer entró en contacto con el personalista y «no-conformista» Daniel-Rops (Henry Petiot).
Simultáneamente, de Gaulle participó en reuniones y coloquios de la Ligue de la Jeune République, resurgimiento político, tras su condena por Pío IX, del Sillon, el movimiento católico progresista de Marc Sangnier. En 1933, participa en los debates organizados por L’Aube, periódico cercano a la CFTC (Confederación Francesa de Trabajadores Cristianos), que más tarde dirigirá Georges Bidault (presidente del Consejo Nacional de la Resistencia en 1943 y uno de los líderes de los partidarios de la Argelia francesa en 1962). En 1934, de Gaulle se suscribió a la revista Sept, fundada por los dominicos, y luego, en 1937, a su sucesor, el semanario Temps présent, al tiempo que se unía a los Amigos de Temps présent. Abiertamente católicas, estas dos revistas y este círculo eran políticamente de centro-izquierda. Por último, y sin duda mucho más importante que sus contactos con los representantes de la Democracia Cristiana, de Gaulle frecuenta los miembros de la asociación cultural Ordre Nouveau. Asistía regularmente a las reuniones de la O.N., un grupo de reflexión personalista que, junto con la Joven Derecha y la revista Esprit, formaba una de las tres principales corrientes de los «no-conformistas franceses de los años treinta». La O.N. pretendía ser una tercera vía social, anti-individualista y anticolectivista, anticapitalista y anticomunista, patriótica pero no nacionalista, tradicionalista pero no conservadora, realista pero no oportunista, socialista pero no materialista, personalista pero no anarquista y, por último, humana pero no humanitaria. La economía, tal como la conciben los redactores de Ordre Nouveau, debe incluir tanto un sector libre como un sector sujeto a planificación. El planteamiento «ni de derechas ni de izquierdas» de la revista y del grupo O.N. se fijó como objetivo poner las instituciones al servicio del individuo, subordinar al hombre un Estado fuerte y limitado, moderno y técnico.
De hecho, las aspiraciones políticas sustentadas en los temas de la «civilización de masas» y la «sociedad tecnocrática» eran compartidas por un gran número de intelectuales europeos de los años treinta que no eran reaccionarios, sino que buscaban una síntesis, una reconciliación en forma de superación dialéctica. Como todos estos pensadores, de Gaulle no era en absoluto un conservador reaccionario. Acepta la civilización de las masas y la tecnología; no hay en él nostalgia pastoral. El gaullismo y el personalismo de los no-conformistas de los años 30 sólo diferían en su concepción de la nación: la defensa de Gaulle de la unidad, la independencia y la soberanía de la nación se oponía al federalismo europeo del movimiento personalista. Sin embargo, de Gaulle siempre quiso defender una doctrina política en la misma línea que la de los personalistas, marcada por el deseo de trascender la división derecha-izquierda.
Durante toda su vida, de Gaulle trató de encontrar un nuevo sistema, una tercera vía entre el capitalismo y el comunismo. En 1966, en un momento en que parecía interesado por el ordo-liberalismo de Walter Eucken y Wilhelm Röpke, escribió a Marcel Loichot, autor de La réforme pancapitaliste: «Quizá sepa que siempre he buscado a tientas una forma práctica de lograr un cambio, no en el nivel de vida, sino en la condición del trabajador. En nuestra sociedad industrial, todo tiene que empezar de nuevo, al igual que el acceso a la propiedad en nuestra antigua sociedad agrícola«. A lo largo de su vida, se negó a situarse en el eje izquierda/derecha. Para él, la izquierda y la derecha no eran más que referencias políticas completamente ajenas: «Ser gaullista, dijo en 1965, es no ser ni de izquierdas ni de derechas, es estar por encima de todo, es estar por Francia«. «No hay gaullistas ni de izquierdas ni de derechas. Ser gaullista es ser de izquierdas y de derechas al mismo tiempo, ya me entiende, al mismo tiempo«. Y de nuevo: «Francia es todo a la vez, son todos los franceses. ¡Francia no es la izquierda! ¡Francia no es la derecha! […] Ahora, como siempre, no estoy ni de un lado ni de otro, estoy por Francia» (15/12/1965).
En los años 30, de Gaulle no consideraba que la cuestión social fuera primordial. Pero su pensamiento social surgió en Londres, durante los años de la guerra, tras un largo silencio. El primer discurso del General en el que aparece la cuestión social fue en el Albert Hall, el 15 de noviembre de 1941. El discurso de Oxford, el 25 de noviembre de 1941, es también esencial para comprender su pensamiento, porque en él habla del papel de la máquina, del advenimiento de las masas y del conformismo colectivo, todo lo cual socava las libertades individuales. La economía es ciertamente importante, pero no es más que un medio para alcanzar un fin superior. Por consiguiente, cualquier sistema en el que la economía sea un fin en sí mismo, ya sea el capitalismo salvaje o el colectivismo totalitario, queda descartado. El gaullismo postula la primacía del hombre sobre la economía, sobre la técnica y sobre cualquier sistema doctrinario.
Presidente del Comité Francés de Liberación Nacional (CFLN) desde octubre de 1943, de Gaulle firmó la ordenanza sobre la organización de los poderes públicos el 21 de abril de 1944, que incluía la concesión del derecho de voto a las mujeres, y la ordenanza por la que se creaba la seguridad social el 30 de septiembre de 1944. La autoría de la seguridad social por parte de de Gaulle ha sido a veces discutida, pero fue él quien dio el impulso. Otras promesas de guerra se cumplieron rápidamente: la creación de la Comisión de la Energía Atómica, la nacionalización de las fábricas Renault, la nacionalización de los grandes bancos de depósito y de la Banque de France, la nacionalización del transporte aéreo, la creación de comités de empresa, la extensión y unificación de las ayudas familiares, del seguro de enfermedad y accidentes y de los sistemas de pensiones para los asalariados, etc. En realidad, todas estas reformas se explican más por la voluntad y la determinación de Charles de Gaulle que por el programa del Consejo Nacional de la Resistencia (15 de marzo de 1944), elaborado por los miembros de los ocho movimientos de la Resistencia, entre ellos el PCF y la SFIO socialista.
Despreciativo de «la clase charlatana, chismosa y parlanchina«, duro crítico de la incoherencia, la ineficacia y el espíritu de abandono de la izquierda, el General denuncia sin piedad la estupidez y el inmovilismo de la derecha. Sus críticas más agudas iban dirigidas a las clases privilegiadas, a la burguesía del dinero y del saber, a la que juzgaba con demasiada frecuencia displicente, malsana y gangrenada, y a sus portavoces en la fauna periodística. «El pueblo llano tiene reflejos sanos. Percibe dónde están los intereses del país. No suele equivocarse. En realidad, hay dos burguesías. La burguesía adinerada, que lee Le Figaro, y la burguesía intelectual, que lee Le Monde. Las dos forman una pareja. Comparten el poder.No me importa que sus periodistas estén en mi contra. Incluso me molestaría que no lo estuvieran. Lo lamentaría si lo estuvieran. Lo lamentaría, ¡me oye! El día que Le Figaro y L’Immonde (el inmundo) me apoyen, lo consideraré un desastre nacional”.
Firmemente apegado a la tradición colbertista, cree que nada importante puede hacerse en Francia sin que el Estado tome la iniciativa. “El mercado, dice, tiene sus cosas buenas, prima a los mejores, anima a la gente a superarse a sí misma y a los demás. Pero al mismo tiempo crea injusticias, establece monopolios, fomenta las trampas. Así que no se ciegue ante el mercado. No crea que resolverá todos los problemas por sí solo. El mercado no está por encima de la nación y el Estado. Son la nación y el Estado los que deben estar por encima del mercado. Si el mercado reinara, serían los estadounidenses los que reinarían; serían las multinacionales, que no son más multinacionales que la OTAN. Todo es una tapadera de la hegemonía estadounidense”. El Estado tiene los medios, tiene que utilizarlos. “El objetivo no es secar las fuentes de capital extranjero», prosigue, «sino impedir que la industria francesa caiga en manos extranjeras. Hay que impedir que la dirección extranjera se apodere de nuestras industrias. No podemos confiar en la abnegación o el patriotismo de los directores generales y sus familias, ¿verdad? Es demasiado fácil para el capital extranjero comprarlos, pagar a sus hijos y yernos en buenos dólares…» «Me importa un bledo BP. «¡Me importan un bledo BP, Shell o los anglosajones y sus multinacionales! […] Éste es sólo uno de los muchos casos en los que el poder de las llamadas multinacionales, que en realidad son enormes máquinas anglosajonas, nos ha aplastado a nosotros, a los franceses en particular, y a los europeos en general […] Si el Estado no toma cartas en el asunto, nos abandonarán a nuestra suerte«.
En su opinión, el Estado tiene el deber de estimular la economía concertada y establecer la participación de los trabajadores en la vida de la empresa. Para evitar una situación de antagonismo permanente entre patronos y obreros, la asociación capital-trabajo, la participación, tema particularmente querido por el General, debía aplicarse a tres niveles. En primer lugar, la participación en los beneficios. En segundo lugar, la participación en la plusvalía del capital, para que los trabajadores se conviertan en copropietarios. Por último, la participación de los directivos y de todos los asalariados en la gestión de la empresa. El empleo asalariado, es decir, el empleo de un hombre por otro, «no debe ser la base definitiva de la economía francesa, ni de la sociedad francesa«, dijo de Gaulle, «por dos razones: en primer lugar, por razones humanas, por razones de justicia social; y en segundo lugar, por razones económicas, ya que este sistema no permite ya a los que producen tener la pasión y la voluntad de producir y crear«. Está claro, pues, que este tipo de relación no puede formar parte ni del liberalismo ni del socialismo marxista. Así pues, está claro que la posición gaullista, en la medida en que repudia el totalitarismo colectivista, por un lado, y el laissez-faire y la ley de la selva, por otro, sólo puede basarse en los principios de una economía concertada. Significativamente, la ruptura definitiva del General con la burguesía empresarial se produciría después de 1968, cuando quiso aplicar su gran política de «participación» o de asociación del capital y el trabajo.
El General no era antieuropeo, como querían hacer creer sus adversarios serviles a Estados Unidos y a la OTAN. Quería Europa, pero no cualquier Europa. De hecho, era muy consciente de lo que representaba: los vínculos históricos entre los pueblos, más allá de sus discordias y conflictos, y las extraordinarias contribuciones que cada uno de ellos había hecho al patrimonio mundial del pensamiento, la ciencia y el arte. En sus Memorias, no duda en subrayar el «origen cristiano» y el carácter excepcional de la herencia europea. “La naturaleza de una civilización -decía de Gaulle- es la que se construye en torno a una religión. Nuestra civilización es incapaz de construir un templo o una tumba. Se verá obligada a encontrar su valor fundamental, o se descompondrá» (3 de junio de 1956). La fe católica de Charles de Gaulle era profunda y, como diría su hijo, «el motor de su vida, pero nunca hizo alarde de ella«. Se confesaba regularmente en una residencia de ancianos cerca de Colombey-les-deux-Églises. Cuando asistía a misa como jefe de Estado, se negaba a comulgar porque entonces era la encarnación del Estado en la Iglesia. En privado, sin embargo, comulgaba con regularidad, siempre acompañado de su esposa, que nunca faltaba a la misa dominical. Durante un viaje a la URSS, no dudó en pedir que se abriera la catedral de Leningrado, cerrada desde hacía casi cincuenta años, para poder asistir a un oficio y mostrar su apoyo a la Iglesia rusa, reprimida por las autoridades soviéticas.
Su idea de Europa y de los Estados nación difería radicalmente de la de sus oponentes socialdemócratas y democristianos, como Alcide De Gasperi, Paul-Henri Spaak, Robert Schuman y Jean Monnet (a quienes los archivos de la CIA describen «elegantemente» como hired hands o sea asalariados / mercenarios o manos contratadas). Mientras que ellos soñaban con una federación, cuya consecuencia sería eludir al máximo la soberanía popular y vaciar a la democracia de todo contenido real, de Gaulle quería una confederación. Mientras ellos tenían la vista puesta en absorber Europa en una comunidad mayor, la comunidad atlántica, él quería una entidad continental independiente y soberana. “Cada pueblo es diferente de los demás, incomparable, inalterable, afirmaba de Gaulle. Debe seguir siendo él mismo, tal como su historia y su cultura lo han hecho, con sus recuerdos, sus creencias, sus leyendas, su fe, su voluntad de construir su futuro. Si quiere que las naciones se unan, no intente integrarlas como castañas en un puré de castañas. Hay que respetar la personalidad. Hay que acercarlas, enseñarles a vivir juntas, hacer que sus gobernantes legítimos se consulten, y un día confederarse, es decir, poner en común ciertas competencias, permaneciendo independientes para todo lo demás. Así se construye Europa. No lo haremos de otro modo”. “Los nacionalistas -decía también- son los que utilizan su nación en detrimento de los demás; los nacionales son los que sirven a su nación. Respetando a los demás. Somos nacionales. ¡Es natural que los pueblos sean nacionales! ¡Todos los pueblos lo son! […] Es sirviendo a su país como mejor se sirve al universo; las más grandes figuras del panteón universal fueron ante todo grandes figuras de sus países«.
La idea de una «Europa del Atlántico a los Urales«, de una Europa liberada del condominio americano-soviético, de un «nuevo orden europeo«, de una independencia real de toda Europa frente al mundo exterior, es fundamental en la visión gaullista del futuro mundo multipolar. «Llevamos a cabo la primera descolonización hasta el año pasado. Ahora pasaremos a la segunda. Tras haber dado la independencia a nuestras colonias, ahora vamos a independizarnos nosotros. Europa occidental se ha convertido, sin darse cuenta, en un protectorado de los americanos. Ahora debemos librarnos de su dominio. Pero la dificultad estriba en que los colonizados no tratan realmente de emanciparse”. Sin la obsesión por emancipar a Europa de su posición de satélite de Estados Unidos, es imposible entender la política exterior del general de Gaulle, ni su salida del sistema de la OTAN, «mero instrumento del mando americano«, ni su hostilidad al «privilegio exorbitante» del dólar como reserva internacional (que da a Estados Unidos el poder de pagar sus deudas con su propia moneda, que sólo él puede emitir), ni su negativa reiterada a aceptar la solicitud de adhesión de Gran Bretaña al Mercado Común, ni su obstinada lucha en favor del arancel exterior común y de la preferencia comunitaria. “Si los occidentales del Viejo Mundo siguen subordinados al Nuevo«, dijo el General, «Europa nunca será europea, ni podrá nunca unir sus dos mitades«. «Nuestra política«, confió a su ministro y portavoz, Alain Peyrefitte, «le ruego que lo aclare: es lograr la unión de Europa». Si me interesaba reconciliar a Francia y Alemania, era por una razón muy práctica, porque la reconciliación es la base de toda política europea. Pero ¿qué tipo de Europa? Debe ser verdaderamente europea. Si no es la Europa de los pueblos, si se confía a unos pocos organismos tecnocráticos más o menos integrados, será una historia para profesionales, limitada y sin futuro. Y serán los norteamericanos quienes se aprovechen de ello para imponer su hegemonía. Europa debe estar in-de-pen-dente”. Para el General, estaba claro que Europa Occidental necesitaba aliados sólidos para hacer frente a los peligros del comunismo. Pero, a sus ojos, existía también una segunda amenaza igualmente formidable: la hegemonía estadounidense.
Por tanto, había que construir Europa sin romper con los estadounidenses, sino independientemente de ellos. Para aclarar aún más su pensamiento, de Gaulle añadió: «Europa sólo puede construirse si existe una ambición europea, si los europeos quieren existir por sí mismos. Del mismo modo, para existir como nación, una nación debe primero tomar conciencia de lo que la diferencia de las demás y debe ser capaz de asumir su destino. El sentimiento nacional siempre se ha afirmado frente a otras naciones: un sentimiento nacional europeo sólo podrá afirmarse frente a los rusos y los americanos«. Lo que critica a los anglosajones es querer crear una Europa sin fronteras, una Europa de multinacionales, puesta bajo la tutela definitiva de América, una Europa en la que cada país perdería su alma. Siendo realista, prosigue: «América, lo quiera o no, se ha convertido hoy en una hegemonía mundial […] Desde la Segunda Guerra Mundial, la expansión americana se ha hecho irresistible. Precisamente por eso debemos resistirnos a ella«. Y de nuevo: «Los europeos nunca recuperarán su dignidad mientras sigan corriendo a Washington para recibir sus órdenes. Podemos vivir como un satélite, como un instrumento, como una extensión de Estados Unidos. Hay una escuela que no sueña con otra cosa. Simplificaría mucho las cosas. Aliviaría las responsabilidades nacionales de quienes no son capaces de asumirlas…«. «Ésa es una opinión. No es la mía. No es la de Francia […]. Tenemos que seguir una política que sea la de Francia […]. Nuestro deber no es desaparecer. Ha habido momentos en los que nos hemos borrado momentáneamente; nunca nos hemos resignado a ello […]». «Tanto la política de la Unión Soviética como la de Estados Unidos acabarán en fracaso. El mundo europeo, por mediocre que haya sido, no está dispuesto a aceptar indefinidamente la ocupación soviética por un lado y la hegemonía estadounidense por otro. Esto no puede durar eternamente. El futuro está en el resurgimiento de las naciones«. ¡Palabras premonitorias! La OTAN, que debería haber desaparecido al mismo tiempo que el Pacto de Varsovia en 1991, se convertiría con el tiempo en la fuerza policial internacional que conocemos hoy, encargada ante todo de proteger los intereses de Estados Unidos. En vano, ya en la década de 1990, famosos realistas políticos norteamericanos como Henri Kissinger, John J. Mearsheimer, George Kennan, Paul Nitze, Robert McNamara y muchos otros advirtieron de las dramáticas consecuencias de la desacertada expansión de la OTAN hasta las fronteras de Rusia. No serán escuchados. La agresión-invasión de Rusia contra Ucrania en 2022 no puede explicarse sin una cronología honesta de los antecedentes del conflicto.
Apegado como estaba a la nación francesa, sean cuales sean sus componentes, de Gaulle se habría indignado ante quienes hoy se niegan a dar preferencia a los franceses. “En el preámbulo de la Constitución de 1958«, recordaba, «el pueblo francés proclama solemnemente su apego a los derechos humanos y al principio de soberanía nacional«. «Artículo 1: Se garantiza a todos los ciudadanos la igualdad ante la ley. No se menciona a los demás. Así pues, el ciudadano tiene prioridad, independientemente de su procedencia«. Y de nuevo: «¿No nos corresponde a nosotros, antiguos colonos, que permitimos a nuestros antepasados dar preferencia a la población, exigir hoy que se dé preferencia a los franceses en su propio país? La negativa provoca el racismo«.
El 24 de agosto de 1958, en Brazzaville, de Gaulle inició el proceso de descolonización del África negra proponiendo que una Comunidad de Estados Franco-Africanos autónomos sucediera al imperio colonial. Catorce Estados africanos francófonos se independizaron. En el caso más complejo y doloroso de Argelia, parece que la posición del General estaba dictada en particular por la necesidad de proteger a Francia del Islam conquistador que Malraux le había descrito. En marzo de 1959, dos meses después de su instalación en el Elíseo, de Gaulle habló a Alain Peyrefitte de sus razones para ofrecer la independencia a Argelia. «Es estupendo que haya franceses amarillos, franceses negros y franceses morenos. Demuestran que Francia está abierta a todas las razas y tiene vocación universal. Pero a condición de que sigan siendo una pequeña minoría. De lo contrario, Francia dejaría de ser Francia […] Somos ante todo un pueblo europeo de raza blanca, cultura griega y latina y religión cristiana. No nos engañemos. ¿Ha ido a ver a los musulmanes? ¿Los han visto con sus turbantes y chilabas? Como puede ver, ¡no son franceses! Los que abogan por la integración tienen cerebro de colibrí (piensa entonces en su ex amigo Soustelle), aunque sean muy cultos«. «La integración es un truco para que los musulmanes, que tienen una mayoría de diez a uno en Argelia, se encuentren con una minoría de uno a cinco en la República Francesa. Es un juego de manos pueril. Creen que pueden atrapar a los argelinos con este truco. ¿Se les ha ocurrido que los árabes se multiplicarán por cinco y luego por diez mientras la población francesa permanece casi estática? ¿Habrá doscientos, luego cuatrocientos diputados árabes en París? ¿Se imaginan un presidente árabe en el Elíseo?” «Mi pueblo ya no se llamaría Colombey-les-deux Églises, sino Colombey-les-deux Mosquées”. «La gente quizá se dé cuenta de que el mayor de todos los servicios que pude prestar al país fue separar Argelia de Francia; y que, de todos ellos, fue el que me resultó más doloroso. En retrospectiva, comprenderemos que este cáncer iba a acabar con nosotros. Reconoceremos que la «integración», la posibilidad que se diera a diez millones de árabes, que pasarían a ser veinte, luego cuarenta [ahora son más de 42 millones, n.d.l.a.], de instalarse en Francia como si fuera su propia casa, sería el fin de Francia».
Ningún político de hoy se atrevería a abrir un debate con tales argumentos sin correr el riesgo de caer bajo el cuchillo de los censores e inquisidores, guardianes de lo políticamente correcto, o peor aún, sin sufrir inmediatamente la ira de la ley. Pero así era de Gaulle, auténtico líder político de espíritu libre e independiente.
Luchador clarividente y decidido, a menudo decepcionado, pero siempre animado por el sentido del deber, el General se quejaba a veces en privado de la falta de ambición de los franceses, demasiado a menudo sumidos en la pasividad. En 1968, en una conversación con el africanista Jacques Foccart, le confió sin rodeos: «Doy o intento dar a Francia el rostro de una nación sólida, decidida a expandirse, mientras que es una nación perezosa que sólo piensa en su comodidad, que ya no quiere historia, que ya no quiere luchar… es una ilusión perpetua. Estoy en el escenario de un teatro y finjo creer en ello, hago creer, creo que lo consigo, que Francia está decidida, unida, cuando no es nada de eso… así que ahí lo tienen, dirigiré el teatro mientras pueda y después de mí no se engañen, todo se vendrá abajo y todo pasara «. Sin duda un diagnóstico pesimista, pero que podría hacerse extensivo a toda la Europa actual. Dicho esto, para de Gaulle la lucha nunca es en vano, puede frenar el declive y es sobre todo el cumplimiento de un deber.
Por eso es difícil no sentir desprecio por la cohorte de impostores que han mitificado su memoria, para mejor traicionarla y enterrarla. Pero no importa, muchos de sus lectores y seguidores no han olvidado las esperanzadoras palabras de sus Mémoires de Guerre: «Como todo vuelve a empezar, todo lo que he hecho será, tarde o temprano, fuente de nuevo ardor después de mi desaparición«.
[1] Véase el numéro 4, Hors-Série, de la revista de Michel Onfray, Front Populaire, Quoi de neuf ? De Gaulle ! Une politique de civilisation, octobre 2023.