Por Lorenzo Silva – XL Semanal
Carlos V, un rey extranjero que reparte prebendas entre su camarilla e impone impuestos abusivos, enciende la cólera del pueblo. Lorenzo Silva, autor de la novela ‘Castellano’, sobre la revuelta de los comuneros, nos da las claves de la que para muchos fue la primera revolución moderna y de la que se cumplen quinientos años.
Hace ahora quinientos años, bajo una lluvia que embarraba el campo, un contingente de varios miles de peones de infantería se acogía en desorden al caserío de Villalar. Su retaguardia la protegían cuatro centenares de jinetes mientras un puñado de artilleros emplazaban como podían las pesadas piezas con que contaban. Tras ellos, más de dos mil lanceros a las órdenes de la gran nobleza del reino, puesta al servicio del emperador Carlos V, cabalgaban con el apoyo de algunas piezas de artillería ligera y la convicción de la victoria. A su carga, repartida en dos alas, tan solo plantaron cara unos pocos comuneros a caballo, a los que se impusieron sin dificultad. Aquello apenas fue una batalla, se pareció más a una cacería. A la luz del atardecer del 23 de abril de 1521 se extinguía así el suelo de orgullo y libertad que había movido la revuelta de las Comunidades de Castilla contra los abusos de aquel joven príncipe flamenco que se había hecho proclamar rey sin que muriera su madre, la reina Juana. El mismo que, tras comprar a los príncipes electores alemanes, se acababa de adjudicar el Sacro Imperio Romano Germánico.
La historia había empezado poco más de un año antes, cuando Carlos V reunió en Santiago de Compostela unas Cortes en las que pretendía la aprobación de un servicio, un gravoso impuesto directo para hacer frente a las deudas contraídas con el objeto de hacerse elegir emperador y financiar su campaña para convertirse en señor de Europa. Emulaba así a Carlomagno y a Julio César, el modelo que le dieron sus preceptores. La voracidad recaudatoria del rey, en perjuicio de una población esquilmada y un reino celoso de no servir a otros, fue la gota que colmó el vaso: ya antes había recibido con irritación que la camarilla flamenca del monarca se repartiera prebendas y cargos y los vendiera al mejor postor.
Linchamientos, ataques y ciudades incendiadas
Aunque el rey, mediante sobornos y coacciones, logró que una mayoría de procuradores aprobara el impuesto, tras lo que partió hacia Flandes, las ciudades castellanas no aceptaron lo bendecido por sus desleales representantes, los desautorizaron y en el caso de Segovia lincharon a uno de ellos. El regente que Carlos dejó a cargo del reino, el cardenal flamenco Adriano de Utrecht, bajo la influencia del Consejo Real, encomendó al juez Ronquillo la represión de los segovianos y, ante la resistencia de estos, le autorizó a tomar el parque de artillería de Medina del Campo. Los medinenses no quisieron ceder los cañones y los imperiales prendieron fuego a la ciudad, causando su ruina y la muerte de mujeres y niños. El incendio de Medina, en agosto de 1520, avivó la llama de la revolución, encabezada por Toledo, Salamanca y Segovia, a las que se unieron todas las ciudades de las dos Castillas y Murcia. En Tordesillas formaron una Junta bajo la autoridad de la reina Juana, que estaba allí recluida.
Durante los siguientes ocho meses se mantuvo el pulso de las armas, con triunfos para uno y otro bando y un rosario de negociaciones y treguas. El emperador, exhortado por el cardenal Adriano, reconsideró sus pretensiones fiscales, pero ya era tarde para aplacar la cólera del pueblo. Nombró a dos virreyes, el condestable y el almirante de Castilla, representantes de la gran nobleza del reino, en la que se apoyó para recuperar el poder frente a unas Comunidades sustentadas por las clases medias y populares de las ciudades y dirigidas por la nobleza de segunda fila que desempeñaba las magistraturas municipales.
La revuelta tenía un espíritu reformista y libertador: reivindicaba los derechos de las clases medias y productoras frente a un monarca despótico
Se ha dicho que la revuelta de las Comunidades fue una especie de estertor de la vieja Castilla medieval, una reacción de regidores locales resentidos en favor de privilegios ancestrales y en contra de la modernidad y el europeísmo que representaba Carlos V. A esa visión se han opuesto de manera persuasiva, y con apoyo en abundantes fuentes documentales, voces como la de Manuel Azaña. Sin caer en la idealización romántica que de los comuneros hicieron los liberales del XIX, a quienes se debe la presencia de sus capitanes -Padilla, Bravo y Maldonado- en el callejero del barrio de Salamanca de Madrid y la del cuadro de su ejecución en el Congreso, Azaña pone el acento en el espíritu reformista, regenerador y libertador de la revuelta castellana. De él da fe su reivindicación de los derechos de las clases medias y productoras y del interés general del reino frente a un monarca que practicaba el despotismo y el favoritismo y tenía un sentido patrimonial de su investidura regia. En parecidos términos, a partir de una exhaustiva y rigurosa investigación histórica, se pronuncian José Antonio Maravall y el recientemente fallecido Joseph Pérez, autor de un estudio monumental e insoslayable sobre la revolución de las Comunidades, donde la señala como la primera moderna de Europa y una oportunidad perdida para Castilla, que con la derrota de los comuneros se vio privada del empuje de sus gentes más comprometidas y emprendedoras.
Quinientos años después, la epopeya comunera es sugestiva por cómo nos invita a la reflexión sobre los límites en el ejercicio del poder, también sobre la fuerza del descontento de las capas sociales que no encuentran en el sistema las oportunidades que demandan, e incluso sobre el carácter castellano, diluido con el tiempo y tras la derrota de Villalar en el espíritu español, pero que se adivina una y otra vez tras acontecimientos de nuestra historia que llegan hasta el mismísimo presente. Y a quien se acerca a esta historia desde la literatura le impresiona la galería extraordinaria de personajes -muchos de ellos, desconocidos para el gran público- que apenas si retiene los apellidos de esos tres capitanes incorporados al callejero y representados en el famoso cuadro de Gisbert, con atavíos mucho más vistosos de los que seguramente llevaron al patíbulo, a donde cabe suponer que se los empujó apenas cubiertos con una saya, como era habitual.
El arrojo y Carisma de los cabecillas
Están esos personajes, sin duda, entre los tres capitanes, de los que destaca sobre todos Juan de Padilla, un joven regidor toledano que por su carisma y valor acabó siendo el caudillo del ejército de las Comunidades y un verdadero ídolo de masas. Su nobleza de carácter la reconocen incluso sus enemigos y queda atestiguada en sus cartas, en las que deplora el dolor que la guerra produce a la población civil y refiere las disposiciones que toma para evitar los excesos sobre ella de su tropa enardecida. También en su sacrificio final, en esa carga lanza en ristre al frente de unos pocos jinetes contra una formación de miles de lanzas enemigas, con la que emula el coraje de los paladines castellanos de los viejos poemas épicos, Fernán González y Mio Cid, e incluso anticipa el desprendimiento insensato del buen caballero don Quijote de la Mancha. La paradoja es que con esa imagen, de rancio aroma medieval, Padilla afirma la convicción de la revolución que defiende, y proyecta así al futuro una señal rotunda contra el abuso de los poderosos sobre los débiles.
En su sacrificio final, Padilla, al frente de unos pocos jinetes, carga contra miles de lanzas enemigas
Tiene también su interés el segoviano Juan Bravo, de noble alcurnia, algo mayor que Padilla y casado en segundas nupcias con María Coronel, hija de una rica familia de judeoconversos, un estamento al que también perjudicaban los impuestos y los abusos imperiales, aunque conversos hubo en los dos bandos y su causa no fue distintiva de ninguno. Señalado es su gesto de negarse ante el verdugo a aceptar su condena como traidor y proclamarse «celoso del bien público y la libertad del reino». Pero hay otros muchos, como el hidalgo toledano Pedro Laso de la Vega y el noble Pedro Girón, el único grande del reino alistado bajo el pendón comunero. O como el obispo de Zamora, Antonio de Acuña, un prelado de armas tomar, implacable y ambicioso, que al frente de su tropa -que incluía una compañía de trescientos curas- sembró el terror por Tierra de Campos, desacreditando con su inclemencia la causa que defendía. Tras aspirar sin éxito al arzobispado de Toledo y la derrota de Villalar hizo como tantos revolucionarios feroces: escabullirse y tratar de ponerse a salvo, aunque lo cazaron en la frontera de Navarra y acabó ejecutado en la fortaleza de Simancas, pese a su fuero eclesiástico.
Y qué decir de la viuda de Padilla, María Pacheco, hija de un grande del reino, el primer marqués de Mondéjar, que a la muerte de su marido se hizo fuerte en Toledo y resistió un asedio de seis meses, dando ejemplo de entereza a una población a la que sobrecogía con su entrega. El emperador nunca la perdonó y murió en el exilio, en Oporto, diez años después de Villalar.
Pero también en el campo imperial hubo personajes que hacen de esta una gran historia. Lo es el cardenal Adriano, un extranjero arrojado al avispero castellano que quiso advertir a su señor de lo que se cocía en su reino y sacarlo de sus errores y que acabaría sentándose en la silla de Pedro con el nombre de Adriano VI. Y lo es el almirante de Castilla, don Fadrique Enríquez, un estadista fino y astuto que hizo todo lo posible por disuadir de la guerra a sus enemigos y que, cuando comprobó que no había manera de convencerlos, se resignó a aplastarlos por las armas, pero no dejó de pedirle al emperador piedad para los vencidos. Se atrevió a escribirle, en una carta que no tuvo respuesta, que sus súbditos veían que entraba «con el cuchillo en la mano», que hallaba «leyes para degollar pero no para gratificar» y que «peligrosa cosa es querer reinar solo con el temor». En otro país, gente así habría protagonizado un montón de películas. Aquí, ya se sabe.