Agamenon y su porquero
“La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”, dice un conocido texto de Machado
Adán Brand.- Letras Libres
“La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”, dice un conocido texto de Machado. Observamos en el escenario nacional el encumbramiento de nuestro propio Agamenón, conforme con la verdad siempre que esta le dé la razón.
Uno de los textos breves más conocidos de Juan de Mairena, heterónimo de Antonio Machado, inicia con la siguiente sentencia: “La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”. A lo dicho, el rey de los micenos se muestra conforme, pero su porquero responde que él no está convencido.
Dentro de las distintas interpretaciones que podemos dar a esta pequeña pieza literaria, quiero destacar un par: la primera y tal vez más evidente, es que la verdad –que entenderemos aquí como la conformidad de una cosa o hecho con lo que se dice de ello– es independiente de quién la enuncie. Bajo esta interpretación, el recelo que muestra el porquero con respecto a la tautología que su rey aprueba se deriva en una imagen de humor involuntario, a costa de la ingenuidad del receloso porquero.
Pero algo nos dice que Mairena quería señalar otra cosa y que el porquero no era tan ingenuo como parece a primera vista. Así, nos vemos obligados a buscar otras interpretaciones. En la segunda que aventuro aquí, la falta de convencimiento del porquero no es con respecto a las propiedades de la verdad (su trato directo con el campo y los animales le permite saber que los fenómenos del entorno ocurren le guste a él o no, y se tiene que adaptar a ellos), sino con respecto a los enunciantes de “la verdad”. En su fuero interno sabe que contradecir la palabra del rey, aunque aquel esté equivocado, no solo podría hacerlo pasar por un necio o un atrevido ignorante, sino que también podría llevarlo a recibir azotes, perder su trabajo e incluso ser condenado a prisión, el exilio o la pena capital.
Lo que el porquero desea apuntar es que si al rey le parece imperioso tomar a todos sus hombres y llevarlos lejos de sus tierras para librar una guerra sin sentido ni beneficio para su población, los súbditos tendrán que adaptarse forzosamente, de tal manera que encuentren en la verdad del rey la suya propia y vean necesario dejar a sus familias por años para ir a pelear en tierras extranjeras.
Puede ser entonces que el porquero no recela de la afirmación con respecto a que la verdad es la verdad (mas, qué cosa tan difícil es determinarla, incluso desde las rigurosas metodologías de las ciencias duras), sino que más bien tiene sus dudas sobre la sinceridad en la conformidad del rey con la sentencia, porque sabe que Agamenón no consentiría que un subordinado –y menos alguien de tan baja ralea como el más humilde de sus sirvientes– le contradijera o lo dejara en evidencia.
Mairena da en el clavo con respecto a un fenómeno que ha sido una rica veta para sociólogos y analistas del discurso: la relativización del valor de la verdad a partir de la posición de sus interlocutores. Dicha cuestión se vuelve especialmente preocupante cuando quienes ostentan el poder exhiben fuertes tendencias autoritarias, o cuando surgen grupos con fuerza en medios, redes e instituciones, que –tomando como máxima la frase atribuida a Goebbels de que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad– empujan por imponer a la población sus dogmas y sus agendas particulares.
De los segundos que se encargue alguien más temerario que un servidor. Con respecto a los primeros, vale la pena señalar que resulta angustiante observar en el contexto nacional el encumbramiento de nuestro propio Agamenón: conforme con la verdad y servidor de la honestidad, siempre que la realidad o los datos le den la razón o sean enunciados por él; porque cuando eso no sucede así, con asombrosa sangre fría es capaz de generar su verdad, sus datos y su honestidad alternativa, a la cual lacayos y súbditos deben adaptarse.
Así, en un marco tan delicado como el de una pandemia que oficialmente ha infectado a más de 424 millones de personas y matado a casi seis en todo el mundo, el rey puede decir que los cubrebocas son innecesarios, que los escapularios funcionan como vacunas, que los niños no se contagian, que no hay nada de qué preocuparse o que una variante del virus como ómicron no hace nada porque a él no le provocó fiebre ni molestias graves. Por su parte, porqueros de los que sospecharíamos cierta inteligencia (la suficiente para obtener un doctorado en la Universidad John Hopkins, por ejemplo) se ven orillados a presentarse como bufones que bailan –en cadena nacional y horario estelar– al son que les toque su superior y a declarar, en el colmo de la abyección, perlas como que el rey tiene una fuerza de contagio moral o que aplicar pruebas de covid-19 a la población resulta un desperdicio de tiempo, de esfuerzo y de recursos.
Algo similar puede decirse de otros temas de no menor importancia, sobre todo para la vida democrática, como son la libertad de expresión y el estado de derecho en nuestro país. Tal es el caso, por ejemplo, de la reciente cruzada presidencial en contra de los comunicadores que han documentado y exhibido posibles actos de corrupción por parte de funcionarios públicos de primer nivel e incluso de familiares del presidente. Más allá de lo estupefactos que nos pueda dejar la saña con la que el titular del ejecutivo embate y amedrenta (violando en no pocos casos la ley) a sus detractores, lo verdaderamente alarmante es constatar la gruesa cantidad de porqueros (legisladores, gobernadores y funcionarios públicos) que deciden alinearse ciegamente a la verdad propuesta por el Agamenón de Palacio Nacional, y declaran como enemigos de la nación a quienes –independientemente de sus motivaciones personales– le hacen un servicio al país al desnudar la galopante corrupción e impunidad que no ha perdido un ápice de fuerza durante este muy mal llamado periodo de transformación del país.
Como en otros momentos de la historia, atravesamos una época en que la búsqueda de la verdad –cualquier cosa que esta sea– es menos importante que la imposición de nuestras creencias y sensaciones (no es gratuito que en 2016 el diccionario de Oxford catalogara el término de “posverdad” como la palabra del año); una época en que el valor de lo dicho depende preponderantemente de quién lo dijo; un tiempo en que el género, el color, la pertenencia étnica o las preferencias personales dan o quitan puntos en los rankings de fiabilidad y dignidad humana; un tiempo propicio para el encumbramiento de reyezuelos con verdades alternativas y acomodaticias. Supone una triste paradoja que nunca en la historia de la humanidad se había producido tanto conocimiento especializado como el que ahora estamos generando. Una paradoja que, sin embargo, nos da excelentes oportunidades para recordar la vigencia de algunos clásicos, como es el caso de los textos del profesor Mairena.