Ahora que se ha llenado la prensa de las historias de Koldo, el chorizo de medio pelo que se llevado algún millón de euros de comisiones a la sombra de Ábalos, parece que la mitad de la bancada enmudece. Y no lo hace por asombro, sino porque quieren evitar tener que afrontar que la corrupción es un problema estructural de nuestra sociedad, que en el caso de la política –como en la empresa– fluye con naturalidad por un sistema opaco de castas que se protege hasta el límite.
La partitocracia no es que genere estos monstruos, es que se nutre de ellos. Son la gasolina de la mayoría de carreras políticas, porque son porteros de discoteca –en este caso de club de alterne– dispuestos a fajarse con las peores artes para garantizar el éxito del jefe o jefecillo de turno, a cambio de su trozo del pastel. Me he cruzado con algunos Koldos. Demasiados para lo que moralmente es soportable. Y en la mayoría se aúna una misma coincidencia, que no es otra que su escasa ética era comparable a la cutrez e indigencia cultural. Unos horteras, hablando claro. Algunos es verdad que lo suplían con chaquetas apretadas de marca y pose moderna, aunque otro no disimulaban. Su única creencia – común para todos – era el exprimir la vaca hasta dejarla seca, todo por la gracia de merecerlo al ser de los buenos. Y ser de los buenos daba patente de corso para el latrocinio sin mesura. No dudo que similar pensamiento tienen los de la bancada contraria, que ahí también cuecen habas. A veces en la misma olla y si no, recuerden la operación Púnica. El choriceo es marca España, incluyendo en esta a los nacionalismos periféricos que en esto no hay hechos diferenciales que valgan.
No quería hacer un análisis del caso Koldo –que va a derivar en el caso Ábalos y por ende, en el caso de la pandemia… donde muchos aprovecharon para forrarse con sus contactos y nuestros miedos– porque estoy seguro que será foco de los medios contrarios un tiempo, para luego dejar pasar página sin permitir que se entre de verdad en el fondo del asunto: la corrupción estructural de este sistema forjado a fuego por el llamado régimen del 78. Y es que no tienen la menor gana de que se cambie y los que lo decían pues que quieren que les diga, ahora son felices recogiendo sus migajas -¡ay, Alberto Garzón que cutrecillo y flojeras eres!- y apuntalando un sistema de Koldos. Porque tampoco se engañen con un culpable facilón: para que exista corrupción en la administración pública es necesario siempre que se conjuguen los astros: un político trincón, un empresario inmoral y un funcionario comprable. Tres en uno.
La intención de estos apuntes, que me enredo, era señalar la cutrez mencionada anteriormente de nuestros corruptos. Horteras de medio pelo. Nada glamourosos. Con apartamentos en Benidorm, jirafas disecadas y mucho putiferio.