Leyendo el diálogo entre Errejón y José María Maravall que ha conducido y reproducido la magnífica periodista Pilar Velasco en el diario El País, que reproduciremos en los próximos días, me ha llamado la atención la reflexión del ya vieja promesa de la nueva izquierda (facción aseadita) sobre como el neoliberalismo antes era optimista y prometía un futuro feliz y ahora clama enfadado y pesimista. Me parece una valoración bastante acertada la verdad, pero algo sesgada dado que en el campo izquierdo también es norma el enfado, el sermón y la proclamación de la llegada de los cuatro jinetes del apocalipsis.

Y es que, creo, la mala leche y el cejo fruncido es libro de estilo. Sin entender de barrios. Dando lo mismo que sea un candidato (se echa de menos oír más a Ortega Smith ahora que Olona la molona anda algo dispersa) o un tertuliano de la derecha dura o una ministra progre con cara sonriente. De sus labios no sale más de miedo y descalificación. Incluso en las palabras con tono «teletubi» de la lideresa de Sumar no hay optimismo o esperanza, sino frases vacias que claman para alertar de que las vidas de mujeres, gays o inmigrantes corren peligro si ellos (y no ella) gobiernan. Claro, que luego tenemos a Irene Montero, que aúna cara de desprecio con palabras chungas. Todo en uno, sin disimular la mala bilis.

En la derecha más moderadita, salvo Semper que intenta darle un toque pop no andan derrochando buenos augures para la gente y lo dejan todo al albor de una corte de serios vendedores de seguros acorbatados, de esos que te meten miedo con los robos a tus vecinos y donde Cuca Gamarra ejerce de severa madre superiora. ¿Y en la izquierda antes reconocida como socialdemócrata? Muchas sonrisas forzadas de cartón piedra para anunciarnos que sin ellos, bueno realmente sin Él, sin Pedro el grande, este país volvería de golpe a 1939. Sin despeinarse. Y sin desvergonzarse.

Estas lineas venían al hilo de que nuestros próceres viven de difundir el cabreo y las malas vibraciones. De generar miedo y enfrentamiento. Por suerte, espero, la mayoría de la gente común vive tan ajena a sus mediocres mensajes, que su chaparrón de malestar no es más que una lluvia fina que apenas cala, por más que haya focas amaestradas que aplauden y difunden sin sonrojarse los mensajes dominicales de sus jefes, a la espera de que el monitor de turno les compense con una sardina, aunque esté algo podrida.

Cuando sales a la calle ves a la gente pasándolo lo mejor posible en sus vidas e intentando solucionar sus problemas, algunos de ellos causados por los antes mencionados pero no por sus palabras crispadas sino por sus políticas o más concretamente por la falta de ellas. Y aún así, la gente sigue tomando cervezas con quienes deberían ser sus enemigos, sonriendo a sus vecinos y tal vez, solo tal vez, esperando que un día haya una alternativa al estado de las cosas. Y a las cosas del Estado.